Nosotros
como Príncipe temporal, y mucho más como Cabeza y Pontífice de la Católica
Religión, (…) pedimos (…) que se mantenga el Sacro derecho del temporal Dominio
de la Santa Sede, la cual goza desde hace siglos de la legítima posesión
universalmente reconocida; derecho que en el orden presente de la Providencia
se hace necesario e indispensable para el libre ejercicio del Apostolado
Católico de esta Santa Sede.
Gaeta, 14
de febrero de 1849[1]
Las
decadencias me fascinan. Ello no quiere decir que tenga diagnosticada una
enfermedad mental cuya patología consista en la recreación ante el sufrimiento.
Lo que me fascina son aquellos procesos de decadencia en los que un agente
histórico asiste a los estertores de su vida útil. Me ocurre desde temprana
edad, con 21 o 22 años, cuando cayó en mis manos Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward
Gibbon y, más todavía, cuando leí Historia
y decadencia de Pierre Chaunu y La
decadencia de Occidente de Oswald Spengler, cuyo valor historiográfico, al
margen de lo político, es apenas convincente. De entre sus páginas, sin
embargo, se desprende el elemento esencial en torno al cual gira un tipo de
historiografía interesada en analizar el porqué del fin de las cosas, esto es,
la decadencia de las civilizaciones y/o de los imperios.
Si
bien los procesos de decadencia son el motivo principal por el que escribo hoy
aquí, no parece ser condición suficiente para iniciar todo un discurso
generalista acerca del tema. Hace uno días comencé a ver la nueva serie de
Paolo Sorrentino, El joven papa, con
Jude Law en el papel del ultraconservador Pío XIII, y no pude por menos que
alabar su originalidad y brillantez a la hora de llevar a escena temas
francamente familiares: el personalismo, la teatralidad y lo retrógrado de
ciertas propuestas políticas actuales. La escena de la audiencia entre el
pontífice y el primer ministro italiano condensa de manera genial la tensa
historia de las relaciones entre los estados laicos y la Iglesia y, más
concretamente, entre el Estado italiano y el Vaticano. En cierto momento, Pío
XIII amenaza al premier con recuperar la Non
expedit, es decir, la disposición que en 1868 prohibía a los católicos
italianos votar en los comicios electorales, con lo que se pone sobre la mesa
un tema teóricamente superado con la firma de los Pactos de Letrán en 1929. Francamente,
me sorprendería ver a un papa actual iniciar una campaña agresiva para aumentar
su poder temporal, no tanto por lo anacrónico del gesto, sino por los peligros
que conllevaría. En ese sentido, el ejemplo de la decadencia de los Estados
Pontificios en el siglo XIX nos viene a confirmar que la Historia no sopla a
favor de los “venidos a menos” y, por tanto, no los pone en posición de volver
a conducirla.
Para
comprender el trauma del debilitamiento de los estados de la Iglesia resulta
necesario explicar el porqué de su llanto, tal y como lo expresa Pío IX (1846-1878)
tras huir de Roma en 1848. En la oscuridad documental del siglo VIII, en una
Italia dividida en varios dominios, los últimos reductos del poder bizantino van
cayendo ante el avance de los reyes lombardos en beneficio de los futuros
señores del orbe cristiano: los papas. Tras recibir la ciudad de Sutri de las
manos del lombardo Astolfo, el papa Esteban II recibe de Pipino el Breve los
territorios arrebatados a los lombardos (Romaña y Pentápolis) para que, junto
con el ducado de Roma, constituya el poder temporal de la Santa Sede, es decir,
el Estado Pontificio, un ideal patrimonio con base legal en un documento falso:
la Donación de Constantino. Dicho documento asegura que la autonomía romana
respecto a Oriente se remontaría a Constantino el Grande, quien habría legado a
los papas, junto con la ciudad de Roma, la mitad del Imperio occidental. Una
treta tan necesaria para justificar más de 1000 años de sometimiento “legítima
posesión universalmente reconocida” como conflictiva para sus creadores, el futuro
Sacro Imperio Romano Germánico y el Estado Pontificio; algo así como una relación tóxica de pareja.
En
sus largos años como Patrimonio de San Pedro, Roma fue el centro neurálgico de
toda una suerte de luchas interminables por el poder pontificio entre una serie
de familias nobles, desde los Pierleoni y los Frangipane a los Orsini y los
Colonna, así como el escenario de memorables acontecimientos como la
constitución de una comuna en 1143 contra el poder temporal de los pontífices (a
ratos) y el ascenso al poder de un tribuno protorenacentista al que muchos
comparan con Mussolini: Cola de Rienzo. Pero ni la convulsión de la cautividad
aviñonense, ni el Cisma, ni siquiera el grave Sacco de 1527 depusieron de sus funciones temporales a los papas,
que sólo empezarían a temer por la integridad de sus posesiones a partir de las
Guerras Revolucionarias (1793-1815) y la eclosión del republicanismo. En ese
sentido, el último acto del proceso de unificación italiano, la conquista de
Roma por tropas del nuevo Estado, representa por sí mismo el encuentro traumático
entre dos épocas: la medieval, que envolvía la ciudad desde hacía más de 1000
años, y la contemporánea, que penetraba en su interior a golpe de bayoneta. Un
vistazo a las siguientes fotografías tomadas en 1860 por el fotógrafo francés Henri
Plaut nos brinda la posibilidad de contemplar una Roma todavía inmaculada,
rural y desierta en oposición a la ciudad actual, capital del turismo de masas.
Via delle Quattro Fontane. Al fondo, Santa Maria Maggiore |
Foro Romano |
Via di Porta Leone. Al fondo, el Templo de Hércules Víctor |
Plaza de San Pedro |
Y
es en esa paz medieval previa a la conquista italiana donde el Estado Pontificio
agoniza con Pío IX a las riendas. Ya desde el principio, el reinado del noble
anconitano estuvo condicionado por la era de la doble revolución ideológica e
industrial, así como por el auge del nacionalismo, el liberalismo y el
socialismo y la consolidación de la ciencia con la aparición en 1859 de la
teoría de la evolución de Darwin. Un ambiente muy poco favorable a la
continuación de la tradicional autoridad espiritual del papa sobre los estados
europeos. Al menos no sin haber arrasado con los pilares del Antiguo Régimen y
puesto en su lugar las columnas del Estado liberal. En el transcurso de sólo
dos años desde su elevación al solio pontificio, Pío IX pasó de ser el candidato
a presidir la confederación italiana ideada por los neogüelfos Gioberti y Balbo
a despertar la desconfianza de los piamonteses tras su negativa a unir sus
armas contra Austria. En 1848, en plena efervescencia revolucionaria, el
monopolio del ministerio pontificio por parte de elementos populares empujaría
al papa a huir a Gaeta, desde donde dirigiría una llamada de auxilio a las
potencias europeas (ver supra) para
restablecer el poder temporal arrebatado por la efímera República Romana de
1849.
Ante
la resistencia de Mazzini, el ejército de la II República Francesa sería el
encargado de restablecer (paradójicamente) el absolutismo papal en Roma tras
más de dos meses de asedio. Sin embargo, el regreso de Pío IX no presagiaba un
viraje hacia el reformismo. Antes al contrario, la concentración del poder en
torno a la figura del Secretario de Estado Antonelli, la división del
patrimonio en provincias y legaciones y la constitución de un Consejo meramente
consultivo fueron las señas de identidad de un pontificado a punto de estallar
en revuelta abierta, tal y como presagiaba el liberal inglés Gladstone:
El Poder
temporal del Pontífice, esa grande, magnífica, antigua construcción, ha
terminado. El problema está a punto de resolverse. Se ha minado el terreno, se
ha colocado la mecha. Únicamente una fuerza extranjera, transitoria por
naturaleza, detiene el brazo de los impacientes por terminar prendiendo fuego[2].
Así,
mientras Pío IX quedaba aislado en sus dominios, el Reino de Piamonte-Cerdeña,
con el rey Víctor Manuel III y el ministro Cavour a la cabeza, se aventuraba a
convertir la unificación de Italia en una cuestión de carácter internacional,
tal y como reflejan las conversaciones del Congreso de París de 1856 y la
entrevista con Napoleón III en Plombières en 1858. La guerra con Austria no
tardaría en estallar y, mediante el inesperado armisticio de Villafranca,
finiquitarse con la anexión piamontesa de Lombardía, la conservación del Véneto
por parte de Austria y le cesión italiana de Niza y Saboya a Francia. Ante tal
estado de cosas, la inflexibilidad del papa no parecía advertir la amenaza real
al poder temporal de la Iglesia. Con la Lombardía y los ducados de Parma,
Módena y Toscana en poder del Piamonte, apoyado por Francia, los austríacos en
retirada y Nápoles en poder de los mil
de Garibaldi, el camino hacia Roma quedaba expedito para los enemigos del papa,
quienes pronto iniciarían una revuelta en sus dominios, al paso del triunfante
ejército italiano. Sin embargo, la llamada cuestión
romana no parecía un asunto fácil de resolver, más aun cuando el problema pivotaba
entre cuatros estados (España, Francia, Austria e Italia) que decían ser
competentes para intervenir. Un acuerdo de última hora entre Francia e Italia en
1864 comprometía a esta última “a no atacar el actual territorio del Padre
Santo y a impedir, incluso por la fuerza, todo ataque procedente del exterior
contra dicho territorio”, mientras que Francia se obligaba a “retirar sus
tropas de los Estados pontificios gradualmente y a medida que se organice el ejército
del Padre Santo”[3].
La
última horma en el zapato del Estado italiano, la anexión de la Venecia
austríaca en 1866, preparó a Pío IX para lo peor. “Italia está hecha, pero
incompleta”, dijo Víctor Manuel para temor del pontífice. Confiado en la
protección de la guarnición francesa, enfrentada cada vez más con los
italianos, Pío IX apenas contaba con un ejército de 10.000 voluntarios franceses,
belgas, suizos, irlandeses, españoles y holandeses para defender Roma contra
70.000 soldados italianos. El curso de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) precipitaría
los acontecimientos: la retirada de la guarnición francesa derivada de las
necesidades bélicas de Napoleón III puso en pie de guerra a las unidades italianas
que, ante la Muralla Aureliana, aguardaban la señal de ataque. En la mañana del
20 de septiembre de 1870, tres horas y 67 muertos después, el milenario Estado
Pontificio dejaba prácticamente de existir.
La
anexión efectiva de Roma al Reino de Italia mediante plebiscito puso fin a un
proceso de unificación que se llevó por delante el poder temporal del papa.
Podríamos debatir largo y tendido sobre la ilegalidad en que incurrió el
naciente Estado italiano al vulnerar el acuerdo de 1864 con Francia, aunque la
cuestión quedaría reducida al mero enfrentamiento ideológico o bien a una
discusión mucho más profunda sobre la naturaleza de los procedimientos de los
Estados modernos para consolidar su autoridad. Lo cierto es que la situación de
los papas, victimizados como prisioneros del rey en el Vaticano, hubiera sido envidiable
de no ser por la negativa de Pío IX a aceptar la Ley de Garantías de 1871:
Italia dejaría a la Santa Sede en usufructo los palacios apostólicos del Vaticano,
Letrán y Castelgandolfo, a los que concedería la extraterritorialidad; se
proclamaría la persona del papa sagrada e inviolable, el Estado italiano se
obligaría a pasarle una renta anual de 3.225.000 liras libres de impuestos y la
ley reconocería su derecho a mantener nuncios ante los gobiernos extranjeros y
a éstos la posibilidad de mantener embajadores ante el Vaticano. En cualquier
caso, la firma en 1929 de los Pactos de Letrán no sólo vino a garantizar las mismas
cláusulas de 1871, sino que las dobló con la exención tributaria de las
retribuciones debidas por la Santa Sede a dignidades, empleados y asalariados y
con la liquidación de todo crédito contraído con el Estado italiano.
Desde
entonces, el reducto vaticano del antiguo Estado Pontificio no ha modificado un
palmo de sus fronteras, ni siquiera con la revisión de los pactos lateranenses
en 1984. Un papa actual que reclamara su antigua soberanía desde la colina
romana hasta las Marcas podría sonar extraño, pero no por ello carecería de
base histórica para hacerlo (la cuestión legal ya sería otra historia).
BIBLIOGRAFÍA
Belchem, J. et Price, R. (2007):
Diccionario Akal de Historia del siglo
XIX, Madrid, Akal.
Castella, G. (1970): Historia
de los papas, vol. II, Madrid, Espasa-Calpe.
Hobsbawm, E. (2014): La
era de la revolución (1789-1848); La era del capital (1848-1875); La
era del imperio (1875-1914), Barcelona, Crítica.
Kinder, H., Hilgemann, W. et Hergt, M.
(2007): Atlas histórico mundial. De los
orígenes a nuestros días, Madrid, Akal.
[1] Pío IX (1849): “Protesta La serie” en Pío IX, http://w2.vatican.va/content/pius-ix/it/documents/protesta-la-serie-14-febbraio-1849.html
[HTML en línea].
[2] Citado en Castella, G. (1970): p. 319.
[3] Ibíd.: p. 332.
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