miércoles, 28 de julio de 2010

Crónica de un viaje. Romasas: Día 1


Por el airísimo...

Alcanzamos a palpar un nerviosismo que se acumula en el estómago por momentos. El avión nos espera en la pista y Laura toma aire en cuanto se pone el cinturón de seguridad. El fuselaje no alberga a muchos pasajeros españoles, la mayoría de ellos es oriunda de Italia. Así que, entre gráciles dejes idiomáticos, levantamos el vuelo hacia la Ciudad Eterna.

Tras casi dos horas y media en las nubes, arrivamos a Ciampino. Cuando el mozo de cabina nos despide a la salida del Boeing, un calor asfixiante nos recibe mientras bajamos la escalera de acceso. La sección de llegadas es pequeña y no conduce a pérdida, de modo que Laura y yo aguardamos a recoger nuestro equipaje de la eterna cinta. Una vez intercambiadas varias impresiones de pareja, decidimos arriesgarnos a sucumbir bajo el sol y tomar un bus directo a la estación Termini. Heme aquí, en mi primera situación frente a un empleado del sector servicios "chapurreando" algo de italiano. Compruebo que el entendimiento no va mal encaminado y que, de ahí en adelante, mi particular "italo-español" me servirá de mucho en situaciones en que una simple palabra no quede clara. El trayecto en bus transcurre normalmente, excepto por la temeridad del conductor, la cual pasa desapercibida. Habiendo accedido al extrarradio de Roma, observo las primeras construcciones ruinosas de la Antigüedad a la vez que se cruzan con avenidas mal asfaltadas, desbordadas de un tráfico enorme y anárquico, y flanquedas todas por degradados bloques de corte renacentista o barroco, eso sí, repletos de graffitis mal hechos en su base.

Llegados a la estación Termini, caminamos en busca de nuestro alojamiento. Las calles son una amalgama de razas y culturas, nacionalidades y lenguas. Los establecimientos de comida y bebida se suceden uno tras otro hasta que llegamos a un portal medio destartalado sobre el que leemos "Hotel Magic" en uno de tantos carteles anunciantes. Lo único que queremos en ese instante es poder "chegar e encher", pero un ascensor claustrofóbico nos pone dificultades a la hora de subir las maletas. La bienvenida que nos brinda una de las regentes de la pensión (porque eso era) se covierte en una recepción fría y desdeñable, mas intentamos poner atención para entender las instrucciones dadas en un malsonado italiano. La habitación doble es muy acogedora, se mantiene limpia y guarda pequeños detalles. En sí misma, la zona de recepción ya nos anunciaba un espacio bastante agradable. Por fin instalados, Laura y yo emprendemos nuestra ruta dominical. Tras visitar la magnífica basílica de Santa Maria degli Angeli, una parada improvisada para comer en Piazza della Repubblica nos lleva a tener que recurrir a una fábrica de comida industrial capitalista, más conocida como McDonald's. La tarde se hace eterna y el calor agota nuestra comparsa cuando avanzamos por Via 20 Settembre y contemplamos San Carlo della Quattro Fontane, obra maestra del barroco de Borromini. Un poco más avanzada, Sant'Andrea al Quirinale del genial Bernini nos deleita con su pórtico curvo y su plan elíptico. Todo hace esperar que retrocedamos para, esta vez sí, encontrar por fin abierta al público la capilla de Santa Maria della Vittoria, donde aguarda una de los máximos exponentes de la escultura barroca: el "Éxtasis de Santa Teresa". Realmente, me muestro sorprendido al tenerla por fin ante mis ojos, así que me detengo a contemplarla con severa solemnidad. Los flashes se disparan por doquier. Laura guarda curiosidad por esto y aquello, mas a mí me embarga el éxtasis del Arte. Al cambiar de posición, la luz resplandece a través del ventanal colocado por encima de la pieza maestra de Bernini. Cumplido mi deseo, emprendemos de nuevo la marcha hasta dar en Piazza del Quirinale, allí donde en lontananza contemplamos bajo el sol del atardecer la cúpula de la basílica de San Pedro. Botella de agua y callejero en mano, proseguimos hasta la última visita programada, que no la última del día. El calor se hace menos sofocante, pero los turistas se van congregando a cada paso que damos. Laura imaginaba una Fontana di Trevi de postal, como aquella que inspiró a toda una generación de amantes a la vieja usanza de la dolce vita, o la que unió en los umbrales de la muerte a Elsa y Fred. Nada más paradójico. La escena que contemplamos es de verdadero pavor. Una jauría de turistas siembra cada rincón de la plaza alrededor de la famosa fuente. El agobio es tal que la temperatura se dispara. No nos da tiempo ni a disfrutar de aquella maravilla, cuando ya tenemos a más de un vendedor oriental encima, los cuales se ofrecen a disparar su polaroid a cambio de un precio "engaña-turistas". Una hilera de pies se mojan en la fuente. Las localidades están llenas y Laura obvia la tradicional foto. En cambio, poso yo para ella con la fuente de fondo. En cuanto podemos abrirnos paso, nos largamos de allí. Ya en los alrededores adivino que de moverse por cada monumento en Roma implicaría que nos unieramos a la masa uniforme de gente en shorts, con gorro, gafas de sol y con una cámara fotográfica en una mano y el callejero en la otra. Esta era la tan denostada "Europa en decadencia" de la que hablaba Ortega y Gasset, hombres-masa de vida estándar, de objetivos estándar... una humanidad que busca lo que hoy más prima y es incapaz de ver más allá de lo que ella llama "lo normal". Cada monumento de Roma es un prostíbulo al que acude gente de toda clase y condición. La gloria de antaño poco tiene que ver con las ruinas esparcidas que hoy acogen a mareas de personas deseosas por compararse con emperadores y filósofos de mármol. Laura y yo somos, del mismo modo, partícipes de esta degradación continuada de lo que supone Patrimonio de la Humanidad. No pido que se detengan las visitas, tan sólo conocimiento de lo que se ve y, por supuesto, orden y respeto por algo que está muy por encima de nuestra eterna cháchara.


Éxtasis de Santa Teresa y yo agonizando en la Fontana di Trevi

Siguiendo a la masa, pasando por levantar la vista para dimensionar la columna de Marco Aurelio (copia de la de Trajano), acabamos postrados ante el Monumento a Victor Manuel II en Piazza Venezia, algo espectacular. Poco perspicaces, desconocemos que el edificio que se levanta a nuestra derecha (cubierto por un toldo) es aquel desde el que Mussolini arengaba a las ordas fascistas. En Chiesa del Gesú, el Triunfo del Nombre de Jesús de Giovanni Battista nos deja absortos. Bastante fatigados por la caminata pero ilusionados, marchamos hasta el Campidoglio, inusualmente tranquilo. Allí, flanqueados por las dos alas del Museo Capitolino, admiramos una copia de la estatua ecuestre de Marco Aurelio presidiendo la plaza. A parte de esta, obtenemos unas magníficas vistas de los Foros Romanos y un ápice de agua que nos refresca por completo. Se aproximan las 20 horas y 30 minutos, y yo tenía previsto acudir junto con Laura al Scholars Lounge, un pub irlandés, para presenciar la final de la copa del mundo España-Holanda. En el momento en que abrimos la puerta comprendemos que allí no cabe un alma. Tan deprisa como podemos, nos decidimos a enfilar hacia la zona donde nos alojamos, pues ya había visto que la pasión que despertaba la selección española entre romanos y turistas (sobre todo japos) se encontraba en cualquier punto de Roma. Llegados a disfrutar parte del primer tiempo, el bar en el que nos encontrábamos "relucía" por su penumbra y por la variedad de sus paisanos, entre ellos holandeses. Al finalizar la primera parte, agotados y empapados en sudor, compramos un par de cachos de pizza en el turco (gran dependiente al que conocí) que está a dos pasos de nuestra pensión y nos los cenamos en la habitación. Mientras degustamos aquella masa con jamón y queso, Iniesta sorprende con un gol que a los tulipanes les sienta como un jarro de agua fría. La copa ya era nuestra. Cuando Casillas levanta el tan ansiado trofeo y un país grita de júbilo, Laura y yo sucumbimos ante el colchón. Mañana nos aguarda un día largo.


Monumento a Victor Manuel II y Laura y yo en Chiesa del Gesú