domingo, 9 de febrero de 2014

Aproximación al carácter fatalista de (una parte de) España

Bajo este cielo triste de febrero en que los días más parecen noches de claroscuro, regreso sobre estas líneas con el ánimo gris de tanta lluvia y tanta nube que me tienen estéril de palabras. Ni siquiera el sano ejercicio de la reflexión calmada ocupa ya un gran lugar en mi cotidianidad, sea por esta monotonía impuesta por la costumbre o por la misma inercia de un progreso que me exige que no piense, que no hable, que no actúe; que me insulta y patea en cuanto lo hago y que está dispuesta a pasar por encima mía en nombre de un sino donde reina la nada. 

En nombre del progreso vinieron dos mundanos españoles a comer a la gran mesa, llamada Estado, y consigo traían los vicios y virtudes de tan altanero pueblo. El café estaba servido y daban pequeños sorbos a la taza mientras arreglaban el país:

- Por supuesto, el presidente es un embustero y nada más puede hacer ya por nosotros excepto presentar su dimisión. La educación, la sanidad, el trabajo... todo se va con él y esperemos vengan tiempos mejores.

El otro, mientras posaba su taza sobre el platillo, replicaba a su vez:

- Sin duda, nos ha dejado a todos en la miseria. A mí en concreto no me ha dado beca alguna y, en fin... ¡todo está hecho un caos!

- Sí, pero a mí me ha recortado el sueldo y encima tengo que trabajar más horas. ¡Eso es injusto!

- Eso, ¡injusto!

Tan concentrados estaban poniendo en orden el estado de cosas que, de repente, un estruendo que provenía del exterior los levantó de sus asientos hacia la cristalera: un nutrido grupo de personas marchaba a lo largo de la avenida portando pancartas y gritando consignas contra el gobierno. En cuanto pasó la comitiva, la cual había reaccionado de manera hostil contra dos sucursales bancarias y la sede del partido en el gobierno, sitas en la misma calle, la pareja se refugió de nuevo en el interior y reanudó la plática:

- Menudos energúmenos. Las cosas no se hacen así...

- ¡Panda de vagos! Que se vayan a molestar a otra parte...

Todo aquel que se haya visto envuelto o protagonizado una situación de semejantes características, creo esbozará una pequeña sonrisa de ingenuidad cuando caiga en la cuenta del "besuguismo" (de besugo) intrínseco a este tipo de dialéctica que no conduce a nada fructífero. Sólo al desánimo generalizado y a un amarillismo propio de prensa barata.

Es probable que, vista la contradicción del lenguaje verbal, podamos atribuir la misma a la inocente naturaleza humana, pero eso sería sucumbir al "buenismo" rousseauniano y omitir cualquier  intento de aproximación analítica. Para ello, debería empezar por dilucidar ciertos preconceptos (prejuicios) personales acerca de los objetos puestos sobre la mesa, esto es, los españoles y su concepto de felicidad. 

Creo que, debido a su situación geográfica a caballo entre la Europa continental y el norte de África, los españoles son producto de usos y costumbres de culturas muy diversas las cuales poco a poco fueron moldeando su ser profundo. Y no me cabe duda de que este ser estuvo determinado en gran parte por un arabismo andaluz proclive al espíritu fatalista. El resto es factual. Sólo hay que observar detenidamente los procesos históricos ocurridos en España posteriores al año 1789 para darse de narices contra el resultado: algaradas militares, no revoluciones civiles; antiguo régimen descafeinado, no su superación. La vida política de la España decimonónica se caracterizó por el enfrentamiento abierto (y por tanto, por la falta de consenso) entre dos facciones que restringían las discusiones públicas al ámbito privado y que, en cierto modo, pretendían conservar en sus manos ad aeternum. El Desastre de 1898 vino a confirmar el fatalismo proclamado por la Iglesia, el Ejército y los intelectuales para pasar a impregnar buena parte del devenir histórico del país en el transcurso de la primera mitad del siglo XX. Si bien la II República supuso un obstáculo para el progreso de tal fatalismo, pronto encontraría su manifestación más interesante a lo largo de la dictadura del general Franco y, sobre todo, en el surgimiento de una amorfa clase media a partir de la Transición democrática. Una clase media que se dice apolítica, como corolario de los tabús impuestos por la dictadura, pero despotrica de palabra contra la virtud y el ejercicio de las libertades públicas que cree en contra de su felicidad privada; una clase media fatalista que se queja de las medidas tomadas por sus gobiernos, pero rechaza la protesta social como forma de actuación política.

Como no me considero precisamente una persona de palabra fácil, recupero aquí la palabras de John Stuart Mill al respecto, reproducidas a su vez por Hannah Arendt, para concluir lo que he venido a decir hoy aquí:

(...) podemos considerar esta desaparición del "gusto por la libertad política" como la retirada del individuo a una "esfera íntima de la conciencia" donde encuentra la única "región apropiada para la libertad humana"; desde esta región, como desde una fortaleza derrumbada, el individuo, habiendo predominado sobre el ciudadano, se defenderá entonces contra una sociedad que, a su vez, "predomina sobre la individualidad" (...) (Hannah Arendt, Sobre la revolución).