miércoles, 13 de julio de 2011

Allons enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé!


En una hora en la que Europa se tambalea, no deja de escucharse aún el eco del 14 de julio de 1789. Caía la Bastilla en París y, sobre sus agonizantes cimientos, se alzaba el nuevo orden de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Todo un período de historia subía inexorable hacia el cadalso con Luis XVI. La cuchilla hizo el resto. Así Marat mártir moría por un cuchillo girondino, Robespierre se apresuraba a desatar el Gran Terror jacobino que, fatalmente, se volvería en su misma contra. La sangre derivó en sangre. Y mientras el Directorio se debatía en el desorden, Bonaparte se abría paso a la sombra de las pirámides egipcias y, por ende, de la historia.

Doscientos veintidós años nos separan de un día tan esencial para comprender la clave de nuestra contemporaneidad y, desde aquel entonces, no han cesado de darse cabida las interpretaciones de la Revolución por excelencia. Desde Michelet hasta Blanc o Soboul hemos entendido la Revolución Francesa desde todos los prismas: el hagiográfico, el socialista, el marxista-leninista, el conservador, el liberal burgués, etc. Lo que no deja de sorprendernos es que, pese al paso del tiempo, la Revolución se conserva fresca tanto en el papel como en las mentalidades y, por qué no decirlo, el corazón. Así, los franceses de hoy siguen siendo incapaces de disociar su revolución de una opinión moral y política. La república francesa exportó el liberalismo naciente a la totalidad de sus territorios conquistados que, tarde o temprano, acogerían voluntaria o forzosamente, como España. En nuestro caso, la Revolución comienza de la mano de los Montesquieu españoles: Aranda, Campomanes, Floridablanca, Jovellanos, Meléndez Valdés, Cabarrús u Olavide; reformadores precursores del Cádiz de 1812. No obstante, España no caminaría a la francesa por el influjo de la ilustración, sino por una "guerra de independencia" que, a fin de cuentas, no pudo evitar lo inevitable por mucha Santa Alianza o Cien Mil Hijos de San Luis que vinieran en auxilio de Fernando VII. No obstante, las tropas napoleónicas nos enseñaron a desdeñar todo lo que fuera extranjero. Si bien perdimos a Goya, también se nos escapó nuestro sitio en el Congreso de Viena. Ganamos la Pepa, pero también nos ganamos un clero abiertamente antiliberal y un carlismo en pie de guerra. Eran bajas horas para el desgajado Imperio español. Los famosos pronunciamiento militares de marca ibérica se sucedían por doquier. En resumen, concluir que nuestros problemas nacionales vienen de la Revolución Francesa, es arriesgarse a rozar el atrevimiento, mas es un argumento no exento de bases sólidas. Las dos Españas comenzaron a fraguarse tras la Guerra de Independencia. De eso no me cabe la menor duda.

Cuando, una vez más, Europa se sume en la crisis de la moneda única (cuando no un mercado único con un marco político común necesario), los decadentes Estados-naciones aún recuerdan aquel 14 de julio recurriendo a ese otro "único" que jamás la economía les podrá robar: su identidad como pueblo. No hablo de nacionalismo ni de etnicidad, hablo de historia impresa en la misma universalidad que ha construido cada país en el conjunto y beneficio de la idea de Europa, algo que a día de hoy nadie tiene claro.

Sigamos adelante. ¡Feliz 14 de julio!; ¡feliz día de la Revolución Francesa!