viernes, 23 de septiembre de 2011

LA ATLÁNTIDA EN DOÑANA: TARTESOS Y LOS MITOS DE LA HISTORIA

(Hago pública esta primera entrada en torno al primer seminario de Prehistoria de la Península Ibérica celebrado a 22/9/2011 ya que encuentro que el tema a tratar es, bajo mi humilde perspectiva, muy interesante. Mi aportación se reduce a las reflexiones primeras y a las conclusiones finales)

Con cierta sensación de vulnerabilidad ante la madeja de conceptos prehistóricos que se me viene encima, puedo respirar aliviado al comprobar que las actividades introductorias a la protohistoria de la península ibérica me ponen al corriente de una historia general ya estudiada a través de sus particularidades. En el caso de éste, nuestro primer seminario de prehistoria peninsular, tratamos un tema mediatizado de candente actualidad en la comunidad científica y profana: la Atlántida en España. Si bien la metodología científica opta por no aventurarse a hacer afirmaciones categóricas y se mantiene en la línea de investigación, por otra parte, los medios de comunicación rechazan de plano cualquier atisbo académico y ofertan una “historia”, entienden ellos, mucho más acorde con el público en general, esto es, que venda más, contribuyendo así, doblemente, a crear una visión poco rigurosa de la realidad y a la generalización de afirmaciones que engordan el particular universo de aficionados a las novelas de misterio.

Al hilo del video reproducido durante el seminario, perteneciente a una noticia que emitió TVE sobre la posible ubicación de la Atlántida bajo el coto de Doñana, viene a cuestionarse en nosotros la rigurosidad de los medios de comunicación a la hora de informar sobre posibles hallazgos de pretendidas civilizaciones que, presumiblemente, forman parte de la historia de España. Así, el tema deriva en Tartesos y los mitos de la historia, algo a lo que, lamentablemente, estamos muy acostumbrados los historiadores. Que se lo pregunten sino a los antiguos.

A lo largo del discurso se nos reparte el capítulo íntegro del libro La Antigüedad y sus mitos. Narrativas Históricas irreverentes editado por María Cruz Cardete, el cual lleva por título “La civilización tartésica: un mito con los pies de barro”, de Manuel Álvarez Martí-Aguilar. El capítulo en sí nos ilustra con la explicación de cómo ha ido evolucionando las especulaciones sobre Tartesos. Desde ese punto de vista, la Ora Maritima de Avieno, autor del siglo IV d. C., es considerada hoy la piedra angular de los buscadores de la mítica ciudad. Ya desde época moderna, los cronistas ponen gran interés en el tema de Tartesos y utilizan “los materiales de la tradición clásica con gran libertad” y suman éstos “a elementos directamente inventados” [CRUZ CARDETE, M. C. (dir.): p. 71]. Ello supone una clara, que no temprana, manipulación de la historia en beneficio de un programa político acorde a los intereses del momento en que la crónica se redacta. Así, Tartesos será contemplado como la primera monarquía española, objeto de codicia de fenicios, cartagineses y otras «naciones extranjeras», haciendo a sus reyes descendientes de Túbal, nieto de Noé y considerado por los contemporáneos el primer poblador de España. En el siglo XVI, Tartesos llega a ser asociada en las Historias de España con la misma Tarsis bíblica, ciudad que previamente creyó encontrar Cristóbal Colón en la Española.

Este tipo de «esencialismo» ha sido intrínseco a la elaboración de una historia de España, ligada, sobre todo a partir del siglo XVIII y XIX, al sentimiento patriótico que, a marchas forzadas, busca en el pasado una justificación del presente. Un claro ejemplo de manipulación histórica es la obra de Schulten, Tartessos (1924), un fascinante relato que canta las glorias de una civilización fundada a orillas del Guadalquivir en torno al 1200 a. C. por un pueblo heleno proveniente de Creta que dio lugar a un reino floreciente… pero del que no quedó ni rastro. Para Schulten hay una explicación: los púnicos de Cartago habrían atacado y tomado Tartesos para hacerse con su dominio y arrasarla hacia el año 500 a. C. No menos conmovedor es su afán por igualarse al internacional Schliemann mediante la búsqueda de la ciudad perdida, cual Troya idílica se tratase. Puestos a defenderlo, podríamos alegar que el público de la época de entreguerras buscaba evasión antes que leer en el impredecible presente. Schulten utiliza la Ora Maritima de Avieno, ya mencionada, como si de un mapa del tesoro se tratase. Así pues decide que la ciudad de Tartesos está enterrada bajo las dunas del Coto de Doñana, pero en su lugar encuentra un poblado romano de pescadores del siglo III d. C. El buscador de mitos no se da por vencido y atribuye el anillo que acaba de encontrar a un príncipe tartésico. ¡Voilà! Lo lamentable del asunto es que hoy en día se le sigue reconociendo el mérito de haber sacado a la luz la existencia de la civilización tartésica, cuando en realidad la cubrió aún más de oscuridad.

El auge de los estudios sobre Tartesos se inicia en España tras la Guerra Civil y no por casualidad (…). Los aparatos propagandísticos del franquismo comienzan a elaborar y difundir un modelo de Historia de España presidido por los valores del nuevo régimen: la unidad esencial de España, su vocación imperial, su catolicismo intrínseco y un furibundo anticomunismo. [CRUZ CARDETE, M. C. (dir.): p. 79].

Incluso entre los más prestigiosos profesionales universitarios se extiende la malinterpretación histórica que tiene a Tartesos como el «primer imperio español». En los años cincuenta del siglo pasado ya “se daba por cierto y probado que en Andalucía existió, desde finales del segundo milenio a. C. un poderoso reino indígena, el más famoso de cuyos monarcas fue el célebre Argantonio, con capital en una ciudad famosa en todo el Mediterráneo” conquistada “por los cartagineses que, tras destruir su capital, habrían cerrado el Estrecho de Gibraltar al comercio y al conocimiento de los demás pueblos del Mediterráneo.” [CRUZ CARDETE, M. C. (dir.): p. 81-82]. Está claro que queda en el aire una cuestión de suma gravedad: la arqueología.

1958 viene a ser el año del Cerro de El Carambolo, a las afueras de Sevilla; el supuesto primer hallazgo tartésico conocido. Quizá Juan de Mata Carriazo se apresuró demasiado a tomar su tesoro por tartésico, cuando parecería más bien un importante complejo templario fenicio, como así se descubrirá en los años noventa. Durante la década de los sesenta y setenta las excavaciones en la Andalucía occidental se disparan, al igual que la arqueología de los fenicios con el hallazgo, en 1962, de la necrópolis fenicia de Almuñécar. No obstante, la imagen que de Tartesos se tiene persiste, de modo que la arqueología de esos años se centra en intentar asentar las cronologías de la prehistoria del sur peninsular y en describir la cultura material que se va extrayendo en las excavaciones, principalmente, restos cerámicos.

El goteo de información llega a modificar el cuadro de sociedad tartésica dibujado por Schulten. Así, los fenicios habrían aportado a los tartesios toda una serie de avances culturales y de productos intercambiables que, merced al contacto con aquéllos, «aculturaron» a los últimos. En el momento de esplendor de Tartesos, en los siglos VII y VI a. C., los griegos también trabarían relaciones con los indígenas. Cartago, recelosa de esta relación y deseosa de mantener el monopolio del comercio de metales, “impidió a los griegos el acceso más allá del Estrecho y asumió un control de carácter imperialista sobre el mundo tartésico.” [CRUZ CARDETE, M. C. (dir.): p. 86].

Pese a todo, este relato histórico sigue estando basado en tópicos. El gran paso adelante se produce con Juan Maluquer y el «Congreso de Jerez», considerado como un hito en la historia de la investigación al brindar el protagonismo a la arqueología y no a los textos literarios. La etapa se cierra, a comienzos de los años ochenta, con el dictamen que dice que la cultura tartésica es una

cultura indígena del Bronce Final que, tras la llegada de los fenicios, experimentó un proceso de «orientalización» y que era identificable arqueológicamente a través de unos determinados tipos de cerámica característicos” [CRUZ CARDETE, M. C. (dir.): p. 87].

A finales de los setenta, una generación de jóvenes investigadores cuestiona ya el modelo histórico vigente sobre Tartesos, el enfoque difusionista y el concepto de «aculturación», basándose en los nuevos preceptos emanados de las universidades anglosajonas. Una síntesis del proceso histórico de Tartesos que en la actualidad cultiva más adeptos es la de que las comunidades del Bronce Final del valle del Guadalquivir y zona de Huelva presentaban una estructura social jerarquizada basada probablemente en un estatus de prestigio adquirido por virtudes guerreras o por rango de edad; que mantenían contacto con las colonias fenicias del sur peninsular, las cuales transformaron sus estructuras económicas, sociales y políticas, y fomentaron, con el comercio, las diferencias y desigualdades entre grupos sociales tartésicos. Un sector dirigente de las comunidades indígenas que más contacto tenía con los colonos fenicios sería el que habría adoptado formas de vida y elementos culturales de los colonos, mas no así la gran mayoría de la población, la cual no cambió sus formas tradicionales de vida, sus creencias religiosas o sus prácticas culturales. La economía tartésica se habría mantenido siempre en un nivel de producción doméstico.

El fin de Tartesos difiere mucho de la tesis que sostiene su destrucción por parte de los cartagineses. En cambio, se apunta a causas internas como el agotamiento de los filones argentíferos que sustentaban la minería de la plata o la propia dinámica social de las comunidades tartesias, cada vez más diferenciada socialmente.

Al margen del mito de Tartesos, hoy por fin desvelado, quedan aún barreras que superar e ideas que desmontar. Nuestro posicionamiento no debe trascender más allá de los renglones que, a fin de cuentas, sintetizan la historia entera de las comunidades humanas, mas como se ha visto, ésta parece ser la tarea más difícil de abordar. Como historiador en potencia, ¿es mi tarea la de buscar la verdad aún a riesgo de crear una mentira o la de tan sólo exponer los hechos habidos? Sabemos que una falsedad es capaz de cambiar el rumbo de la historia, ¿cómo sino el Papa Silvestre I obtuvo en el siglo VIII los Estados Pontificios? A través de la Donación de Constantino, demostrada falsa casi siete siglos después. Quizá hayamos dado con un caso circunstancial que, no obstante, no se basaba en un mito, sino directamente en una mentira, pero ¿qué ocurre con aquellos historiadores decimonónicos que, contagiados por el espíritu romántico, se dedicaron a interpretar la historia pasada para gloria de la nación y a tomar leyendas como ciertas? No tenemos que irnos muy lejos. El celtismo de Murguía y Vicetto se apropió de una tradición irlandesa que se adaptó como propia: el Libro de la Conquista de Irlanda, recogido de fuentes secundarias, sirvió para que la Galicia de los regionalismos se sintiera diferente de España, algo que Vicente Risco supo aprovechar en su Teoría do nacionalismo galego. Y qué decir de la historiografía nacionalista española: desde los “españoles” emperadores Trajano y Adriano hasta la España indómita de la Guerra de Independencia, pasando por la Reconquista y el descubrimiento de América, hechos interpretados como la forja de un Imperio católico. ¿Quién encontraría extraño que la España franquista se sustentara, sobre todo, en los mismos símbolos que una vez, hace más de cuatrocientos años, sirvieron para representar a Isabel y Fernando, esto es, el yugo y las flechas? Nadie se sorprendería, pues la enseñanza de la historia, al fin y al cabo, mediatiza de una manera o de otra según quién la cuente.

Creo que nadie debería tomar las lecciones de la historia como verdades inmutables, pues se corre el riesgo de omitir aspectos aún no descubiertos y, sobre todo, trasladar hechos del pasado al presente sin tener conciencia de las circunstancias que los hicieron únicos en sus respectivos contextos.