viernes, 19 de agosto de 2011

Cristiandad, Europa, España y la JMJ

Puesto que no cesa la inquietud desbordante de los meses y días, angustioso tiempo redundante en faltas y agravios, enfrentamientos y divisiones, de modo similar, no ceden ápice, ni en su base ni en su culmen, las columnas helenas de Europa, ni tampoco así el edificio romano que las realza desde el origo al limes y, en esencia, por todo el Meditarráneo. El Imperio era uno. Europa no. Los foederati no asimilaban romanos, asimilaban bárbaros. Y así como el Imperio era asediado por hunos, godos, suevos, vándalos, alanos..., así la romanidad se contagió de un germen llamado Europa. Sobre ruinas paganas y un Mediterráneo en decadencia, todo un crisol de civilizaciones se erigió en torno a una nueva espiritualidad: el cristianismo, no obstante, dividido por cuestión de fidelidades entre Oriente y Occidente. Por un lado, Carlomagno coronado Augusto de un renacido imperio romano y, por el otro, un basileus de Constantinopla que habla griego y se proclama a sí mismo legítimo heredero del trono imperial. En medio de la contienda, Roma, decadente pero viva, exenta pero ocupada. ¿Por quién? Por la generación de los nuevos emperadores romanos: los papas.

La Iglesia de Roma llega a cada rincón. Desde Montecassino a Armagh, los regulares siembran la palabra, atemorizan a fieles campesinos, fustigan el comercio y acogen entre sus brazos, no a Europa, sino a la Cristiandad, entendida como unión espiritual frente a paganismo clásico. Una empresa ésta que se embarca, no en una, sino en cuatro cruzadas contra los musulmanes que deja un reguero de sangre multiétnica, ¿en pos del Santo Sepulcro? No. En pos de la incipiente apertura de las rutas comerciales. Nuevas tierras para el primitivo capitalismo feudal. Es otro hecho éste, el feudalismo, el que mantiene a Europa en la fragua. A fuego lento.

Llega el Renacimiento y se suceden los latigazos contra la Edad Media por parte del hombre, centro del Universo. Un Savonarola, subsidiariamente, un Guillermo de Occam, un Jan Hus, en fin, un Erasmo lleva a que un Lutero y, por ende, la Reforma Luterana, sean excomulgados ante la Dieta de Worms en 1521. No obstante, el proceso ya es imparable. El cisma de esta Iglesia, tan colmada, muy a su pesar, por el espíritu humanista, no es, ni de lejos, Avignon. Desobedecer al papa estaba de moda, conque Calvino, Müntzer y Enrique VIII se apresuraron a fundar sus respectivas iglesias mientras Roma hacía acopio de aliados a través de Trento y fundaba la Compañía de Jesús. Parecía pues que la España de Carlos V estaba destinada a hacer honor a la herencia de los últimos Trastámaras como martillo de herejes. Si bien perseveró en la Contrarreforma, España quedaría cercenada y atrapada en un juego de conflictos dinásticos dieciochescos entre potencias absolutistas que, en parte, venían a disfrazar guerras de religión.

La Revolución Francesa es la última consecuencia de todo lo relatado. Se acabó el feudalismo. ¡Viva la nación! ¡Despierta Europa! ¿Europa? Aún no. Fruto de la ambición bonapartista es el nacionalismo. Y con el nacionalismo, Europa vuelve a hundirse en un profundo sueño que no verá su fin hasta 1945 o incluso 1991, si me apuran. Las aportaciones revolucionarias francesas, como una paradoja de la expansión del cristianismo, posibilitaron así el nacimiento del Estado Moderno a costa de la Iglesia, la gran perdedora de la contemporaneidad. En nuestro país, sea ésta una expresión heredera de aquel proceso histórico, las órdenes religiosas fueron los principales enemigos del liberalismo. Y he aquí que los auténticos adalides de las masas, profetas de un nacionalismo primitivo y azote de todo progreso intelectual y material, resultaron ser los clérigos, alineados con el carlismo y símbolo inequívoco del divorcio entre España y la Europa culta.

Con la llegada de la II República, unos dirán que fue un despropósito y otros que una maravilla; estos dirán que trajo el progreso y la democracia a España y aquellos que arruinó a la nación con comunismo, masonería y quema de iglesias. Pero sin lugar a dudas, toda posibilidad de una España europea se esfumó fatalmente en una vorágine de sangre y fuego durante casi cuarenta años. España nunca más se volvería a recuperar hasta hoy, cuando, a pesar de estar integrada en una estéril Unión Europea (una Europa, por cierto, que aún no es Europa), afloran los viejos odios sobre un barco zozobrante.

Digámoslo claro. Aunque absortos ante tanto índice económico, números que se disparan y ponen la prima de riesgo española por los cielos; ante el desempleo, la consecuente crisis social y la falta de profesionalidad de nuestros políticos, no perdamos el tiempo en absurdos enfrentamientos que pueden dar la excusa perfecta para que ciertas personalidades busquen, en uno y otro bando, tergiversar la historia de nuestro país y de nuestra Europa, pues, a la luz de la decadencia de la Iglesia en los últimos años, pese a su renovación, tan condenable me parecen los actos impíos en los que se ha visto envuelta como la desproporción con la que actúa un Estado que se proclama aconfesional, pero lincha manifestantes, en el ejercicio de un derecho constitucional, con la misma facilidad con la que da cobertura a la Jornada Mundial de la Juventud, dando tan poca importancia, dicho sea de paso, a un intento de atentado contra la marcha anti-JMJ. No seré yo un devoto católico, pero he de manifestar igualmente mi repulsa hacia todas aquellas personas que, entendiendo que no pertenecen a ninguna organización oportunista, hacen de una marcha pacífica una persecución contra jóvenes católicos que, en cualquier caso, son libres de profesar su fe, en público o en privado, sin temor a verse agredidos física o verbalmente. Garantía del Estado.

Aquí no hay ni buenos ni malos, solamente diferentes perspectivas. Quizás el cardenal Rouco Varela estuviera desacertado, como en tanta ocasiones, al afirmar que el catolicismo está en la personalidad histórica de España. Claro que lo está. Pero yo hubiera incluido el protestantismo, el judaísmo y el islamismo. Decir catolicismo en España conlleva agarrarse a un clavo ardiendo ante el descenso de ovejas dentro del rebaño. Una vez llegó a ser la reserva espiritual de occidente, pero hoy por hoy España carece del sentido que los nostálgicos del nacionalcatolicismo pretenden darle, esto es, un catolicismo intransigente que merma cualquier intento de progreso.

Sea así, a fin de cuentas, que la religión cristiana supuso el motor de Europa. ¿Nos atreveríamos a negar su papel? Hacerlo sería faltar a la historia y, sobre todo, faltar a Europa, sino... ¿a cuento de qué me molesto yo en referirlo en los primeros párrafos? Respetémonos y no caigamos en los mismos errores de siempre. Unidad en la diversidad ante todo.