sábado, 23 de abril de 2022

El silencio de la lectura

Recuerdo deslizar mi mano a lo largo de aquella biblioteca, de cuyos intemporales estantes sobresalían ejemplares de toda clase; desde gruesos volúmenes decimonónicos hasta el más elemental de los libros. Una vez que alcanzaba el extremo, daba la vuelta y volvía sobre mis pasos. Y así una y otra vez. Porque “la más de las veces” la simple presencia de aquel macizo de madera era suficiente para echar a volar la imaginación; sin tener que despertar a ninguno de los autores que, estáticos, vigilaban cada uno de mis andares. No sería hasta mucho tiempo después, vivida la juventud y maldecida parte de la madurez, cuando volví a recorrer aquellas montañas de papel, tomando de aquí y de allá para construir mi propia biblioteca y, de esta manera, redimirme por tanta libertad desperdiciada. Digo más. Al contrario de lo que pueda parecer, nunca desdeñé los libros, sólo que me resultaba embarazoso compartir la experiencia de leer a Shakespeare, Edgar Alan Poe u Oscar Wilde en los foros que por determinismo social me tocó frecuentar. Y, en ese sentido, el influjo de pesados prejuicios contra la cultura fundamentada en los libros “neutralizó”, por unos años, cualquier intento de reemprender la marcha, empecinado en identificarme con las normas, principios y valores que impregnaban mi ambiente.

Mi paso por las instituciones educativas, media y superior, no fue en absoluto el acicate de mi especial bibliofilia. Es cierto que mi preferencia por los clásicos, antes que por la literatura actual, se debe más bien a una veleidad estética (surgida, a su vez, de un defecto profesional) por la que tiendo a honrar al pasado y a relegar el presente al cubo de basura; más aún si se trata de algo pop, chic o susceptible de ser reducido a un video en TikTok. Será que me hago viejo. Pero habiendo tenido en tamaña estima a la Universidad, dejando de lado mis años perdidos en la educación obligatoria, la decepción at the end of the day fue tremenda. Alguno podrá decir que mi reproche procede justamente de las lecciones aprendidas en sus aulas y que, por tanto, el objetivo más popular del plan de estudios, fomentar el razonamiento crítico, se ha logrado. Del mismo modo, sería infantil pensar que el espíritu crítico pasa de catedráticos y siervos de la gleba (becarios, doctorandos, contratados, asociados, etc.) a alumnos como si de una cópula pasiva se tratara. Esa no era la intención inicial. Pero, llevado a la práctica, los engranajes del mecanismo se han engrasado convenientemente para producir lo que podríamos denominar, a pesar del oxímoron, como “intelectuales emocionales”. La inteligibilidad de la información masiva de que disponemos actualmente se cifra en la capacidad del ser humano para sintetizarla en una presentación visual, un meme, un GIF, un post o un video de unos pocos minutos. Del mismo modo, en las instituciones educativas, trasunto de la sociedad, se debe consumir y producir nueva información casi al instante, haciendo que lo difícil sea fácil, cuando en realidad tendría que parecerlo. Esto, inevitablemente, implica la construcción de esquemas de pensamiento básicos, pero actualizados; conservadores, pero transversales; reaccionarios, antes que fundados en un proceso paciente de selección, análisis, interpretación y crítica. ¿Que la pervertida versión actual de la educación humanística contribuye a formar ciudadanos críticos como algunos nos quieren hacer creer? ¿Por parte de una generación que fía su criterio exclusivamente a uno o dos minutos delante de una fuente de información porque tres resultaría desmotivador y frustrante? ¿Por parte de una generación hiperestimulada, criada en la cultura de la rapidez, la apariencia, el consumismo y el desmedido entretenimiento visual?

Presumir, tal y como solía hacer, que mi espíritu crítico debería haberse gestado en un aula universitaria donde los grandes maestros del pasado infundieran respeto es, cuanto menos, pecar de romántico. Sigue siendo una tarea harto imposible. Únicamente quien arremete contra Ilión al lado de los aqueos, quien navega de regreso a Ítaca, quien dialoga con los grandes filósofos, quien se deja llevar por las historias de los grandes autores; ya sea motu proprio o guiado por los Virgilios que todavía deslumbran desde la cátedra u otro inesperado pedestal, y, lo más importante, sólo quien a partir de la magna lectura comprensiva duda y cuestiona constructivamente para sentar un pensamiento que merezca la pena (¡y el tiempo!) puede afrontar la vida más orgullosamente si cabe, pues a las tareas y responsabilidades que se nos imponen, por más patéticas que sean, debe superponerse la pátina de las buenas ideas que construyen y engrandecen una civilización. El ruido; todo lo demás se perderá en el ceremonioso silencio de la lectura.

Feliz Día del Libro, por cierto.

domingo, 2 de agosto de 2020

El fin del Estado Pontificio

Nosotros como Príncipe temporal, y mucho más como Cabeza y Pontífice de la Católica Religión, (…) pedimos (…) que se mantenga el Sacro derecho del temporal Dominio de la Santa Sede, la cual goza desde hace siglos de la legítima posesión universalmente reconocida; derecho que en el orden presente de la Providencia se hace necesario e indispensable para el libre ejercicio del Apostolado Católico de esta Santa Sede.
Gaeta, 14 de febrero de 1849[1]

Las decadencias me fascinan. Ello no quiere decir que tenga diagnosticada una enfermedad mental cuya patología consista en la recreación ante el sufrimiento. Lo que me fascina son aquellos procesos de decadencia en los que un agente histórico asiste a los estertores de su vida útil. Me ocurre desde temprana edad, con 21 o 22 años, cuando cayó en mis manos Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon y, más todavía, cuando leí Historia y decadencia de Pierre Chaunu y La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, cuyo valor historiográfico, al margen de lo político, es apenas convincente. De entre sus páginas, sin embargo, se desprende el elemento esencial en torno al cual gira un tipo de historiografía interesada en analizar el porqué del fin de las cosas, esto es, la decadencia de las civilizaciones y/o de los imperios.

Si bien los procesos de decadencia son el motivo principal por el que escribo hoy aquí, no parece ser condición suficiente para iniciar todo un discurso generalista acerca del tema. Hace uno días comencé a ver la nueva serie de Paolo Sorrentino, El joven papa, con Jude Law en el papel del ultraconservador Pío XIII, y no pude por menos que alabar su originalidad y brillantez a la hora de llevar a escena temas francamente familiares: el personalismo, la teatralidad y lo retrógrado de ciertas propuestas políticas actuales. La escena de la audiencia entre el pontífice y el primer ministro italiano condensa de manera genial la tensa historia de las relaciones entre los estados laicos y la Iglesia y, más concretamente, entre el Estado italiano y el Vaticano. En cierto momento, Pío XIII amenaza al premier con recuperar la Non expedit, es decir, la disposición que en 1868 prohibía a los católicos italianos votar en los comicios electorales, con lo que se pone sobre la mesa un tema teóricamente superado con la firma de los Pactos de Letrán en 1929. Francamente, me sorprendería ver a un papa actual iniciar una campaña agresiva para aumentar su poder temporal, no tanto por lo anacrónico del gesto, sino por los peligros que conllevaría. En ese sentido, el ejemplo de la decadencia de los Estados Pontificios en el siglo XIX nos viene a confirmar que la Historia no sopla a favor de los “venidos a menos” y, por tanto, no los pone en posición de volver a conducirla.

Para comprender el trauma del debilitamiento de los estados de la Iglesia resulta necesario explicar el porqué de su llanto, tal y como lo expresa Pío IX (1846-1878) tras huir de Roma en 1848. En la oscuridad documental del siglo VIII, en una Italia dividida en varios dominios, los últimos reductos del poder bizantino van cayendo ante el avance de los reyes lombardos en beneficio de los futuros señores del orbe cristiano: los papas. Tras recibir la ciudad de Sutri de las manos del lombardo Astolfo, el papa Esteban II recibe de Pipino el Breve los territorios arrebatados a los lombardos (Romaña y Pentápolis) para que, junto con el ducado de Roma, constituya el poder temporal de la Santa Sede, es decir, el Estado Pontificio, un ideal patrimonio con base legal en un documento falso: la Donación de Constantino. Dicho documento asegura que la autonomía romana respecto a Oriente se remontaría a Constantino el Grande, quien habría legado a los papas, junto con la ciudad de Roma, la mitad del Imperio occidental. Una treta tan necesaria para justificar más de 1000 años de sometimiento “legítima posesión universalmente reconocida” como conflictiva para sus creadores, el futuro Sacro Imperio Romano Germánico y el Estado Pontificio; algo así como una relación tóxica de pareja.

En sus largos años como Patrimonio de San Pedro, Roma fue el centro neurálgico de toda una suerte de luchas interminables por el poder pontificio entre una serie de familias nobles, desde los Pierleoni y los Frangipane a los Orsini y los Colonna, así como el escenario de memorables acontecimientos como la constitución de una comuna en 1143 contra el poder temporal de los pontífices (a ratos) y el ascenso al poder de un tribuno protorenacentista al que muchos comparan con Mussolini: Cola de Rienzo. Pero ni la convulsión de la cautividad aviñonense, ni el Cisma, ni siquiera el grave Sacco de 1527 depusieron de sus funciones temporales a los papas, que sólo empezarían a temer por la integridad de sus posesiones a partir de las Guerras Revolucionarias (1793-1815) y la eclosión del republicanismo. En ese sentido, el último acto del proceso de unificación italiano, la conquista de Roma por tropas del nuevo Estado, representa por sí mismo el encuentro traumático entre dos épocas: la medieval, que envolvía la ciudad desde hacía más de 1000 años, y la contemporánea, que penetraba en su interior a golpe de bayoneta. Un vistazo a las siguientes fotografías tomadas en 1860 por el fotógrafo francés Henri Plaut nos brinda la posibilidad de contemplar una Roma todavía inmaculada, rural y desierta en oposición a la ciudad actual, capital del turismo de masas.

Via delle Quattro Fontane. Al fondo, Santa Maria Maggiore

Foro Romano

Via di Porta Leone. Al fondo, el Templo de Hércules Víctor

Plaza de San Pedro

Y es en esa paz medieval previa a la conquista italiana donde el Estado Pontificio agoniza con Pío IX a las riendas. Ya desde el principio, el reinado del noble anconitano estuvo condicionado por la era de la doble revolución ideológica e industrial, así como por el auge del nacionalismo, el liberalismo y el socialismo y la consolidación de la ciencia con la aparición en 1859 de la teoría de la evolución de Darwin. Un ambiente muy poco favorable a la continuación de la tradicional autoridad espiritual del papa sobre los estados europeos. Al menos no sin haber arrasado con los pilares del Antiguo Régimen y puesto en su lugar las columnas del Estado liberal. En el transcurso de sólo dos años desde su elevación al solio pontificio, Pío IX pasó de ser el candidato a presidir la confederación italiana ideada por los neogüelfos Gioberti y Balbo a despertar la desconfianza de los piamonteses tras su negativa a unir sus armas contra Austria. En 1848, en plena efervescencia revolucionaria, el monopolio del ministerio pontificio por parte de elementos populares empujaría al papa a huir a Gaeta, desde donde dirigiría una llamada de auxilio a las potencias europeas (ver supra) para restablecer el poder temporal arrebatado por la efímera República Romana de 1849.

Ante la resistencia de Mazzini, el ejército de la II República Francesa sería el encargado de restablecer (paradójicamente) el absolutismo papal en Roma tras más de dos meses de asedio. Sin embargo, el regreso de Pío IX no presagiaba un viraje hacia el reformismo. Antes al contrario, la concentración del poder en torno a la figura del Secretario de Estado Antonelli, la división del patrimonio en provincias y legaciones y la constitución de un Consejo meramente consultivo fueron las señas de identidad de un pontificado a punto de estallar en revuelta abierta, tal y como presagiaba el liberal inglés Gladstone:

El Poder temporal del Pontífice, esa grande, magnífica, antigua construcción, ha terminado. El problema está a punto de resolverse. Se ha minado el terreno, se ha colocado la mecha. Únicamente una fuerza extranjera, transitoria por naturaleza, detiene el brazo de los impacientes por terminar prendiendo fuego[2].

Así, mientras Pío IX quedaba aislado en sus dominios, el Reino de Piamonte-Cerdeña, con el rey Víctor Manuel III y el ministro Cavour a la cabeza, se aventuraba a convertir la unificación de Italia en una cuestión de carácter internacional, tal y como reflejan las conversaciones del Congreso de París de 1856 y la entrevista con Napoleón III en Plombières en 1858. La guerra con Austria no tardaría en estallar y, mediante el inesperado armisticio de Villafranca, finiquitarse con la anexión piamontesa de Lombardía, la conservación del Véneto por parte de Austria y le cesión italiana de Niza y Saboya a Francia. Ante tal estado de cosas, la inflexibilidad del papa no parecía advertir la amenaza real al poder temporal de la Iglesia. Con la Lombardía y los ducados de Parma, Módena y Toscana en poder del Piamonte, apoyado por Francia, los austríacos en retirada y Nápoles en poder de los mil de Garibaldi, el camino hacia Roma quedaba expedito para los enemigos del papa, quienes pronto iniciarían una revuelta en sus dominios, al paso del triunfante ejército italiano. Sin embargo, la llamada cuestión romana no parecía un asunto fácil de resolver, más aun cuando el problema pivotaba entre cuatros estados (España, Francia, Austria e Italia) que decían ser competentes para intervenir. Un acuerdo de última hora entre Francia e Italia en 1864 comprometía a esta última “a no atacar el actual territorio del Padre Santo y a impedir, incluso por la fuerza, todo ataque procedente del exterior contra dicho territorio”, mientras que Francia se obligaba a “retirar sus tropas de los Estados pontificios gradualmente y a medida que se organice el ejército del Padre Santo”[3].

La última horma en el zapato del Estado italiano, la anexión de la Venecia austríaca en 1866, preparó a Pío IX para lo peor. “Italia está hecha, pero incompleta”, dijo Víctor Manuel para temor del pontífice. Confiado en la protección de la guarnición francesa, enfrentada cada vez más con los italianos, Pío IX apenas contaba con un ejército de 10.000 voluntarios franceses, belgas, suizos, irlandeses, españoles y holandeses para defender Roma contra 70.000 soldados italianos. El curso de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) precipitaría los acontecimientos: la retirada de la guarnición francesa derivada de las necesidades bélicas de Napoleón III puso en pie de guerra a las unidades italianas que, ante la Muralla Aureliana, aguardaban la señal de ataque. En la mañana del 20 de septiembre de 1870, tres horas y 67 muertos después, el milenario Estado Pontificio dejaba prácticamente de existir.

La anexión efectiva de Roma al Reino de Italia mediante plebiscito puso fin a un proceso de unificación que se llevó por delante el poder temporal del papa. Podríamos debatir largo y tendido sobre la ilegalidad en que incurrió el naciente Estado italiano al vulnerar el acuerdo de 1864 con Francia, aunque la cuestión quedaría reducida al mero enfrentamiento ideológico o bien a una discusión mucho más profunda sobre la naturaleza de los procedimientos de los Estados modernos para consolidar su autoridad. Lo cierto es que la situación de los papas, victimizados como prisioneros del rey en el Vaticano, hubiera sido envidiable de no ser por la negativa de Pío IX a aceptar la Ley de Garantías de 1871: Italia dejaría a la Santa Sede en usufructo los palacios apostólicos del Vaticano, Letrán y Castelgandolfo, a los que concedería la extraterritorialidad; se proclamaría la persona del papa sagrada e inviolable, el Estado italiano se obligaría a pasarle una renta anual de 3.225.000 liras libres de impuestos y la ley reconocería su derecho a mantener nuncios ante los gobiernos extranjeros y a éstos la posibilidad de mantener embajadores ante el Vaticano. En cualquier caso, la firma en 1929 de los Pactos de Letrán no sólo vino a garantizar las mismas cláusulas de 1871, sino que las dobló con la exención tributaria de las retribuciones debidas por la Santa Sede a dignidades, empleados y asalariados y con la liquidación de todo crédito contraído con el Estado italiano.

Desde entonces, el reducto vaticano del antiguo Estado Pontificio no ha modificado un palmo de sus fronteras, ni siquiera con la revisión de los pactos lateranenses en 1984. Un papa actual que reclamara su antigua soberanía desde la colina romana hasta las Marcas podría sonar extraño, pero no por ello carecería de base histórica para hacerlo (la cuestión legal ya sería otra historia).

BIBLIOGRAFÍA

Belchem, J. et Price, R. (2007): Diccionario Akal de Historia del siglo XIX, Madrid, Akal.

Castella, G. (1970): Historia de los papas, vol. II, Madrid, Espasa-Calpe.

Hobsbawm, E. (2014): La era de la revolución (1789-1848); La era del capital (1848-1875); La era del imperio (1875-1914), Barcelona, Crítica.

Kinder, H., Hilgemann, W. et Hergt, M. (2007): Atlas histórico mundial. De los orígenes a nuestros días, Madrid, Akal.


[1] Pío IX (1849): “Protesta La serie” en Pío IX, http://w2.vatican.va/content/pius-ix/it/documents/protesta-la-serie-14-febbraio-1849.html [HTML en línea].
[2] Citado en Castella, G. (1970): p. 319.
[3] Ibíd.: p. 332.

viernes, 18 de julio de 2014

Algunas reflexiones en torno a la interpretación social de la Revolución Francesa y sus influencias (siglos XIX-XX)

(Reproduzco aquí el texto íntegro de la charla que pronuncié el 18/07/2014, en la sede del PsdeG-PSOE de Ourense, con motivo del 225º aniversario de la Revolución Francesa) 

El hecho interpretado

Cabría afirmar que la interpretación social de la Revolución Francesa empieza por el propio MARX. Y aunque éste no le dedicara más que unos comentarios, relacionados con la formación de clase como categoría social y las luchas ligadas a la transición del feudalismo al capitalismo, efectivamente representa el punto de partida de toda interpretación posterior. Tanto en el Manifiesto Comunista como en La Ideología alemana y el volumen I de El Capital, MARX esboza una Revolución Francesa cuyo significado estriba en la desaparición de los bienes raíces y las prerrogativas ligadas a estos, en manos de un incipiente grupo de comerciantes, industriales y funcionarios, y, al igual que Lenin posteriormente, constata la ruptura que se produce entre proletariado y estado burgués a raíz de la Comuna de París de 1871.

De esta manera, la lectura de MARX, concretamente la de La ideología alemana y El Capital, que dan inicio a la teleología materialista, es, en esencia, la base sobre la cual se ha apoyado la Historia Social del siglo XX para dar su explicación sobre el proceso revolucionario iniciado en 1789. Así lo podemos ver en la escuela marxista británica reunida en torno a la revista Past & Present, o en Francia, con JAURÈS y los historiadores MATHIEZ, LEFEBVRE y SOBOUL a la cabeza. Para estos, el advenimiento de 1789 no es sino el inicio de un movimiento cuya lógica es la de su propia superación en forma de revolución socialista. Como hecho histórico en sí mismo, sus examinadores no dejan de centrar el problema de la Revolución en las causas económicas y sociales; precondición que les lleva a hacer una interpretación en función de las vivencias revolucionarias de los siglos XIX y XX.

Veamos pues la especificidad de dicha interpretación reparando sobre los que se consideran tres puntos clave: el antagonismo de clase en la sociedad de la Revolución Francesa; la importancia de ésta como hecho inspirador para el comunismo decimonónico a través de la Conspiración de los Iguales y la consecuencia lógica del proceso revolucionario iniciado en 1789 según la historiografía social, esto es, la Revolución de Octubre de 1917.

El antagonismo de clase en la sociedad de la Revolución Francesa

Tal y como planteaba hace un instante, la historia social de la Revolución Francesa es reflejo de la concepción materialista de la Historia, esto es, la teoría de que la realidad material determina la vida del ser humano. En el caso que nos ocupa, resultaría interesante intentar esbozar aquí un cuadro de la sociedad francesa de finales del siglo XVIII y ponerla bajo la mirada de la historia social, que tanto ha contribuido a apreciar las diferencias económicas entre grupos y, a partir de tal premisa, preparar el terreno del convulso siglo XIX.

En el Antiguo Régimen los grupos sociales estaban ordenados en tres estamentos o estados, que no es sino la estructuración imaginaria tripartita de la sociedad medieval: oradores, caballeros y trabajadores. La nobleza francesa de entonces estaba integrada por un 2,5 por ciento de la población total, de alrededor de 23 millones de habitantes; el clero regular y secular, por su parte, abarcaba un 2 por ciento y, en última instancia, el 95 por ciento restante de la población se repartía entre la burguesía, el artesanado y el campesinado, es decir, el Tercer Estado.

Así pues, como observaría SIEYÈS, el Tercer Estado lo suponía “todo”; pero, si miramos la historia social, éste no era un “todo” unido y monolítico nutrido únicamente por la burguesía. GEORGE RUDÉ, por ejemplo, incluye dentro del marco del Tercer Estado la denominación de Cuarto Estado para designar precisamente a la población más humilde y ponerla sobre la palestra histórica. SOBOUL, en la misma línea, contribuye a la interpretación social de la Revolución analizando el antagonismo de clase dentro del Tercer Estado, esto es, un juego de contradicciones de índole política y económica entre jacobinos representantes de la burguesía y sansculottes populares.

Se diría, por otra parte, que la visión de la sociedad francesa por parte de estos historiadores es bipartita. Nobles y plebeyos serían las categorías sociales sustitutorias de los tres órdenes y, sin embargo, entendemos que no cabe someter tal realidad a un análisis que deje escapar que burguesía y nobleza se entremezclaban a través del matrimonio e incluso participaban a partes iguales de la propiedad de la tierra, los derechos señoriales y las rentas reales. Por tanto, la división bipartita de la sociedad francesa que realiza la historia social, y que parece dejar escapar la dinámica de sus relaciones, sirve la causa de la teoría marxista de la lucha de clases, entre el viejo y el nuevo orden primero, y nos introduce posteriormente en su inmediata antesala, es decir, se analizan las contradicciones habidas tomando como exponente referencial la insurrección hebertista de 1793 contra la Convención jacobina, en la que ROBESPIERRE viene a desempeñar el papel de garante de la coalición entre burguesía propietaria y pueblo, y proclama el nacimiento del capitalismo y de la sociedad de clases a partir de la toma del poder político por la burguesía.

Las aportaciones de la historia social del siglo XX a la interpretación de la Revolución Francesa como tránsito de un modelo de producción y de sociedad a otro distinto están, en ese sentido, en cierta consonancia con la percepción de los socialistas franceses del siglo XIX principalmente, quienes, como SAINT-SIMON, FOURIER, PROUDHON o LOUIS BLANC, no cesan de hablar de “clases propietarias”, “clases medias” y “clases trabajadoras” de acuerdo con su concepción originaria en plena Revolución Francesa a través de BABEUF y no de MARX, el cual extrae este concepto del acervo socialista francés y lo utiliza de forma personal, situándolo en el centro neurálgico de su sistema de pensamiento.

La Revolución Francesa como hecho inspirador del comunismo decimonónico: el caso de la Conspiración de los Iguales

Dejando aparte el análisis del antagonismo de clase en la sociedad de la Revolución, me gustaría hacer hincapié ahora en las influencias de 1789 sobre el pensamiento social posterior, en el que se empiezan a dilucidar, como ya anunciábamos, el concepto de “clase”, además de los de “socialismo” y “comunismo”.

Si bien estos dos últimos términos eran desconocidos en el siglo XVIII, los dos cristalizaron en el XIX, respectivamente, a partir de los programas de los Philosophes preocupados por el bienestar y la felicidad generales (SAINT-SIMON, FOURIER, CABET) y del concepto de communauté, entendido como la comunidad o unidad colectiva que se hace con los medios de producción, dirige la vida económica y distribuye los productos entre sus miembros.

Tendríamos que empezar diciendo, no obstante, que el pensamiento social anterior a la Revolución, denominado utópico, es en gran medida abstracto y especulativo. Las bases de sus argumentos no arrancan de un examen de los mecanismos y desarrollos económicos de su tiempo, sino de un concepto de orden natural e ideal (ROUSSEAU). Ni siquiera los mismos philosophes creen que sus ideales sean alcanzables, de manera que se constata un divorcio entre ideas y proposiciones prácticas que hace aparecer inofensivo al pensamiento social dieciochesco, que tiene al derecho de propiedad por una convención social, inviolable no obstante, y utiliza las ideas de una sociedad igualitaria y colectivista como simple recurso argumental.

Todo cambia con el estallido de la Revolución; proceso que mina la abstracción amable de las ideas sociales anteriores y sirve en bandeja la posibilidad de materializar su programa, que incluye, además de la igualdad jurídica, también la económica, a pesar de que las constituciones francesas de 1791 y 1793 consagran el derecho natural a la propiedad. La consecuencia lógica del giro del pensamiento social la encontramos en la figura de François-Noël BABEUF, revolucionario partidario de una sociedad colectivista en la que la distribución equitativa de la tierra y la abolición del dinero sean sus distintivos principales. Habiendo sido encarcelado en 1795 a consecuencia de la reacción de Termidor, BABEUF comienza a fraguar la conocida como Conspiración de los Iguales junto a Filippo BUONARROTI y otros seguidores con el objetivo de poner en práctica gran parte de las medidas políticas y económicas que encontramos en Le Décret économique, escrito probablemente por el revolucionario italiano.

El programa babeuvista viene a ser, en mi opinión, la radicalización del proyecto político y económico de la Convención jacobina. BABEUF y sus seguidores quieren una democracia directa, en vez de una representativa, para dar cabida a la participación de todos los ciudadanos en la cosa pública; quieren que los grupos profesionales pasen a ser la unidad básica de producción y quieren además que la educación sea el fundamento de la fraternidad entre ciudadanos, pasando por encima de la institución familiar privada. No obstante, el sistema político-social que plantean conseguir mediante la acción violenta, que no deja de ser un principio determinante en el pensamiento social y socialista de la edad contemporánea, sigue adherido al pensamiento utópico y es, en resumen, impracticable, a tenor de la realidad del momento. La Conspiración es descubierta y BABEUF y parte de sus cómplices son ejecutados, pero el ideal de Revolución por la Igualdad no muere con sus protagonistas originales. De hecho, a través del testimonio del propio BUONARROTI en su trabajo Conspiration pour l’Egalité (1828-1831), el ideario babeuvista arraigará con fuerza en la tradición revolucionaria posterior a NAPOLEÓN, influyendo decisivamente sobre BLANQUI y MARX en lo referido a la teoría de la revolución y la dictadura del proletariado. LENIN configura, a su vez, a través de la interpretación social, el último eslabón de esta cadena que, por otra parte, no debería ser contemplada como un sistema genealógico en el que las ideas son corolarios sucesivos, pues de ningún modo podemos evitar ignorar la posibilidad de que el germen de una misma idea bien pueda surgir de dos pensadores diferentes separados en el tiempo.

1917 o la Revolución acabada

Decimos,  no obstante, que LENIN y sus bolcheviques son, bajo la mirada de la interpretación social, los revolucionarios que vienen a terminar el trabajo empezado por los jacobinos y los sansculottes en 1792. Los mismos protagonistas de la Revolución de octubre se sienten herederos directos del hecho histórico en sí mismo, por lo que se está tendiendo un puente con la finalidad de unir la orilla revolucionaria de 1789 con la de 1917. Bien se podría constatar el intento de construcción de este puente, aunque con matices, en la reflexión de Albert SOBOUL. Según el autor, existen dos líneas básicas de evolución de la teoría y la práctica revolucionarias enfrentadas en el siglo XIX y XX: una popular o libertaria, relativa a la dictadura de las masas, y otra restringida o centralista, referida a la organización de un partido revolucionario que concentre el poder en manos de un grupo de líderes. La dicotomía entre ambas concepciones sansculottista y jacobina, respectivamente, sobre la revolución, sobrevive sin embargo, pasada la experiencia de la Comuna de 1871, hasta confluir en la victoria de la segunda, con LENIN como principal formulador.

Por ello, el hecho de que, por una parte, los revolucionarios rusos, supuestos depositarios de la tradición revolucionaria francesa, vean en Octubre de 1917 la culminación de todo el proceso, y por otra, los historiadores sociales del siglo XX coincidan con aquéllos en su visión, no convierte a los primeros en “malos historiadores” por ignorar la multilinealidad de la Historia y pasar por alto algunas de las experiencias del siglo XIX, ya que nunca fue aquélla su pretensión. Simplemente se les atribuye la licencia de utilizar la Historia como fundamento de sus acciones, como mito creador del futuro. 

En ese sentido, los revolucionarios rusos del siglo XIX como RALLI, OGAREV o NECHAEV hacen propio el léxico revolucionario francés, inspirados por el trabajo de BUONARROTI, y legan a la generación posterior una malinterpretación del jacobinismo francés, al que tienen como una táctica revolucionaria asociada a la conspiración, muy lejos de la realidad histórica. El único marxista ruso que parece desmarcarse de la utilización del mito de la Revolución Francesa es León TROTSKI, quien subraya la singularidad del desarrollo histórico de Rusia y lo contrapone al francés. Sin embargo, el revolucionario ucranio no dejará de recurrir al tema en el ejercicio de la retórica, por ejemplo, llegando a ver en LENIN al ROBESPIERRE que transforma el Consejo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en un Comité de Salud Pública, en clara referencia a la concentración de poderes de este órgano en la etapa de la Convención jacobina, o incluso tachando la Nueva Política Económica del líder bolchevique de reacción termidoriana y el régimen de STALIN de bonapartista, cayendo de esta manera en lo que pretendía evitar en un primer momento, es decir, la utilización de la analogía histórica entre Revolución Francesa y Revolución Rusa como vehículo de comprensión de la realidad del momento.  

Conclusiones

Hasta aquí hemos reparado sobre tres cuestiones de considerable importancia en la interpretación social de la Revolución Francesa. 

La primera se refería al antagonismo de clase en la sociedad francesa, de la cual extraemos la conclusión de que la historiografía marxista ha contribuido en gran medida a crear la imagen de una sociedad francesa bipartita, enfrentada en clave clasista, y en transición desde el feudalismo hacia un nuevo sistema de producción abanderado de la burguesía, esto es, el capitalismo de las contradicciones que Marx pondría de relieve. 

Respecto a la segunda cuestión, decíamos que la mitología creada alrededor de la Revolución Francesa, debido en parte a la Conspiración de los Iguales y a la lectura de BUONARROTI, sirvió de acicate para que parte de los pensadores y revolucionarios socialistas europeos del siglo XIX se sintieran continuadores de un proceso que, como veíamos en la última de las cuestiones, tendría su culmen en Lenin y la Revolución de Octubre de 1917.

Tan sólo queda, por mi parte, cerrar esta charla que, de manera breve y sintética, ha intentado, en la medida de lo posible, mantener un hilo argumental coherente con la información de la que disponía. Y si mi objetivo ha sido reflexionar sobre la interpretación social de la Revolución Francesa y sus influencias, no me gustaría dejar escapar la ocasión para rubricar aquí una aportación final que intentase dibujar la importancia del hecho mismo de la Revolución Francesa en la vida política contemporánea.

Creo no exagerar cuando insisto sobre la influencia determinante de la Revolución Francesa en el léxico político que aún hoy empleamos. Palabras y expresiones como “ciudadano”, “razón”, “interés común” y “virtud”; nociones políticas que nos hacen distinguir entre “izquierda”, “centro” y “derecha”, todas ellas son fruto de este hecho histórico que, bien generándolas o bien revalorizándolas, nos ha confiado a través de los años.

Cierto es que realidades jurídicas tales como la división de poderes o los derechos humanos no tendrían sentido si nos fumáramos la clase de Historia sobre Revolución Francesa. La construcción del estado francés a partir de la Revolución, así como antes la del estadounidense y el resto de estados liberales surgidos en el siglo XIX, es equivalente a leer entre líneas a Montesquieu. Cuando decimos que la soberanía es del pueblo y que por ella se da a sí mismo una constitución, evocamos indirectamente a Rousseau, al cual, junto a Voltaire, debe mucho el pensamiento social postrevolucionario.

¿Y qué hay también de esos hitos reflejados sobre el papel como la igualdad jurídica, la libertad de conciencia, la laicidad del Estado o el derecho de rebelión? Ninguno de ellos debe pasar por alto la trascendencia universal de 1789. Pero alerta. Que se considere este proceso el desencadenante de la época contemporánea y el portador de valores cuasi eternos no debe empujarnos a caer en una consideración romántica  de los mismos, pues la capacidad crítica a la hora de enfrentar el pasado no debe ejercerse a costa de muchos prejuicios; y digo “muchos” porque es inevitable no tener ninguno a la hora de escribir Historia. Menos aun cuando se trata de hablar de la Revolución por antonomasia; lo que para un ciudadano francés actual supone enjuiciar moral y políticamente aquel proceso; un problema de identidad, podríamos decir.

Por otra parte, el grado de relevancia que los distintos países han otorgado a la Revolución hasta hoy depende en gran medida de su propio contexto histórico y sus relaciones con Francia en aquellos años. Sin duda, el caso español llama la atención por albergar la contradicción de haberse hecho liberal por la fuerza de las armas napoleónicas más que por la voluntad política de sus notables. La reacción del siglo XIX representada por el clero, los militares y los tradicionalistas, fue la principal encargada de negarle al siglo XX español los valores de la Revolución Francesa y, por ende, de intentar inocular al engranaje del estado y la sociedad en su conjunto el virus de la anti-ilustración, la antidemocracia, el olvido y la ignorancia.

Por mi parte, no podría ver mejor ejemplo de universalidad ilustrativa que en una noticia que encontré en la página de sucesos y que contaba cómo un hombre, al ser confundido con un ladrón por la multitud en una favela de Brasil y pretender lincharlo, evitó la paliza dando una lección magistral sobre la Revolución Francesa.

Por tanto, mi deseo como socialista, que creo es común a todos nosotros, es reivindicar aquí y ahora los valores universales de la Revolución Francesa y de las demás revoluciones de los siglos XIX y XX que, bien armadas o consensuadas pacíficamente, trataron de hacer algo más libre al hombre y, si cabe, más feliz, a través de la transformación de la sociedad, haciéndola más justa e igualitaria. Una labor ésta por la que la lucha del socialismo por los derechos de los trabajadores, de las mujeres, por la educación, por la sanidad, será recordada como la más realista de todos los tiempos.

Todos nos debemos a un pasado con el cual creamos una conciencia histórica. El 14 de julio de 1789 ya no pertenece únicamente a los franceses sino a todos aquellos que nos consideramos hijos de la libertad.

FUENTES

Amariglio, J. et Norton, B. (1991): “Marxist historians and the question of class in the French Revolution” en History and Theory, Wiley, vol. 30, 1: pp. 37-55.

Bergman, J. (1987): “The perils of historical analogy: Leon Trotsky on the French Revolution” en Journal of the History of the Ideas, University of Pennsylvania Press, Vol. 48, 1: pp. 73-98.

Bourdé, G. et Martin, H. (2004): Las escuelas históricas, Madrid, Akal.

Furet, F. (1980): Pensar la Revolución Francesa, Barcelona, Ediciones Petrel.

Hobsbawm, E. (2012): La era de la revolución (1789-1848), Barcelona, Crítica.

Kinder, H. et Hilgemann, W. et Hergt, M. (2007): Atlas histórico mundial. De los orígenes a nuestros días, Madrid, Akal.

Rudé, G. E. (1955): “The outbreak of the French Revolution” en Past & Present, Oxford University Press, 8: pp. 28-42.

Schmitt, E. (1985): Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Madrid, Cátedra.

Soboul, A.:

·   (1954): “Robespierre and the popular movement of 1793-4” en Past & Present, Oxford University Press, 5: pp. 54-70.

·     (1974): “Some problems of the revolutionary state 1789-1796” en Past & Present, Oxford University Press, 65: pp. 52-74.

·         (1985): La revolución francesa, Barcelona, Ediciones Orbis.

Tönnesson, K. D. (1962): “From utopian to practical socialism” en Past & Present, Oxford University Press, 22: pp. 60-76.

viernes, 28 de marzo de 2014

Revueltas de plástico: cambios y permanencias en las revueltas urbanas del siglo XXI

Sería preciso realizar un estudio profundo sobre las revueltas urbanas en el siglo XXI (desde su vertiente histórica, geográfica y sociológica) para llegar a la conclusión de que aquéllas, de las que tiempo atrás se desprendía un olor a sangre y pólvora, tiene hoy su equivalente olorífico en el plástico quemado. Yo no voy a seguir esos pasos, aunque no por ello evitaré partir de dicho prejuicio. Mi conclusión es mi hipótesis.

Las revueltas urbanas que se suceden actualmente en Madrid (o que tienen como destino la capital de España) hacen que lea este proceso a través de una lente que separa tradición y novedad, sin percatarme de que, en realidad, los tercetos de la poesía revolucionaria actual riman con los cuartetos anteriores. El hecho de que individuos organizados planteen obstruir vías de comunicación, asaltar edificios o defender sus posiciones contra las fuerzas del orden buscando desestabilizar o derrocar el poder establecido no es nada nuevo. 

Veamos que hay de novedoso en esa tradición de revueltas urbanas que perdura desde que existen gobernantes y gobernados.

Los cambios dentro de las permanencias

El espacio y la habitabilidad

Las revueltas urbanas actuales (al menos las que se localizan en las grandes capitales) se producen a campo abierto, sobre amplias avenidas o bulevares, a razón de la expansión de las zonas metropolitanas; de la modificación de la estructura urbana, por ende. Las viejas áreas residenciales, localizadas en los modernos centros de negocios, se fueron trasladando a las afueras hasta constituir un elemento ya conocido del paisaje urbano: los barrios marginales poblados de familias obreras. De esta manera, el corazón de las ciudades quedó desierto de los despojos del pasado. Véase sino el ejemplo parisino durante el II Imperio, cuando en busca de la liquidación de las revueltas localizadas en los barrios populares se abrieron grandes vías que acabaron con la antigua faz medieval de la ciudad.

Y del mismo modo que las revueltas ya no se producen en pasajes angostos, los insurrectos del presente lo tienen aún más difícil a la hora de buscar objetivos vulnerables. En las ciudades de la Edad Media, las revueltas populares se producían por lo general allí donde transcurría la vida cotidiana, es decir, cerca de la sede del ayuntamiento (poder local), la catedral (poder eclesiástico) o en la plaza del mercado (poder económico). En la Roma del medioevo, por ejemplo, bastaba que un notable del Consejo subiera el precio del grano para que el popolo enfurecido lo enfrentara en pleno Capitolio, que era sede del gobierno comunal y del mercado a la vez. Pero en las ciudades (capitales) modernas, los insurrectos ya no vuelcan su descontento con referencia a un solo espacio físico y social, sino que, a consecuencia del escapismo del poder, atacan puntos dispersos del conjunto (reventar el luminoso de Barclay's no se puede considerar el derrocamiento del capitalismo). Saben que el Presidente del Gobierno ya no vive en Villamejor, sino en Moncloa; el Rey reina desde Zarzuela, no desde el Palacio Real.

La información

La aparición de un nuevo espacio urbano y el escapismo practicado por el poder, por tanto, modificaron la imagen tradicional que tenemos de las revueltas urbanas. Sabemos de éstas, por otra parte, gracias al intenso flujo de información que nos llega a través de otro tipo de insurrección; una revolución con mayúsculas: la Revolución de la Información. Ya nadie imagina una situación de conflicto urbano sin un teléfono móvil que capte cada instante y lo comparta con el mundo entero, no ya a través de los diarios tradicionales, sino a través de las redes sociales, que son armas de difusión masiva, pero de doble filo. Es cierto. La información se ha puesto al servicio del ciudadano, pero antes rindió pleitesía al poderío militar y político y permaneció a su lado otorgándoles un grado preferente de control sobre el movimiento de la población. Así, la diferencia entre las revueltas urbanas actuales con las del pasado no está en el rápido flujo de información, sino en la aparición de un nuevo agente (el ciudadano) capaz de disputar al Estado el control de dicha información y, por tanto, el poder de hacer triunfar o fracasar una revuelta.

Los elementos físicos de la contienda

Rebelarse hoy contra el poder establecido evoca las algaradas pasadas con las que tratamos de establecer diferencias dentro de un mismo eje vertebrador. En cierto modo, los medios y recursos desplegados en el escenario tienen la pretensión de ser los mismos de siempre. De un lado, los alborotadores, guerrilleros de sorna española equipados con armas rudimentarias (piedras, palos, cócteles molotov, etc.) que en nada recuerdan a la ardiente belicosidad de antaño (por ejemplo, los anarquistas catalanes de la primera mitad del siglo XX). Son individuos parapetados en barricadas, levantadas a base de elementos del paisaje urbano. Antes, carretas de tiro animal, sacos de alimentos y piedras (sobre todo en el período revolucionario de 1830-1871); posteriormente, turismos (Mayo del 68), vallas móviles y contenedores de plástico. Las intenciones son las mismas: protegerse, atacar desde un puesto fijo y mantener la posición. Del otro lado, las fuerzas de choque; el cuerpo civil destinado a sustituir a la caballería militar en la protección de los intereses del Estado, la policía antidisturbios. Una especie de infantería medieval protegida con corazas, yelmos y escudos, dispuesta a avanzar contra el enemigo haciendo uso de armas efectivas no letales.


El perfil social de los rebeldes

Este punto es de veras confuso, pues en él se incluyen cambios que no dejan de ser transgresiones de una misma experiencia. La imagen creada de las revueltas urbanas coincide con una parte de la historia: la condición social baja de los rebeldes, encuadrados en partidos políticos de corte revolucionario (el pueblo, el proletariado, etc.). Sin embargo, tal coincidencia está hoy en entredicho, no ya porque buena parte del encuadramiento se produce fuera del marco partidista a favor de organizaciones de actuación internacional (no precisamente políticas), sino también porque la condición social del rebelde varía enormemente en función de los estudios, la situación laboral y familiar y, por qué no, su grado de felicidad. En las revueltas urbanas de hoy, al lado de un obrero combate un ingeniero.

El objetivo de la lucha

Si hay algo que no ha cambiado a lo largo de la historia de las revueltas urbanas es el fin en sí mismo de la lucha: desestabilizar o derrocar el poder establecido para forzar los cambios, es decir, enfrentar las ideas a los hechos para que aquéllas tomen un cariz revolucionario y escriban el siguiente capítulo de la historia factual. No esforzarse en entender el hecho de las revueltas en una situación de crisis política, económica y social equivale a ignorar otras formas de construir democracias independientes.

domingo, 9 de febrero de 2014

Aproximación al carácter fatalista de (una parte de) España

Bajo este cielo triste de febrero en que los días más parecen noches de claroscuro, regreso sobre estas líneas con el ánimo gris de tanta lluvia y tanta nube que me tienen estéril de palabras. Ni siquiera el sano ejercicio de la reflexión calmada ocupa ya un gran lugar en mi cotidianidad, sea por esta monotonía impuesta por la costumbre o por la misma inercia de un progreso que me exige que no piense, que no hable, que no actúe; que me insulta y patea en cuanto lo hago y que está dispuesta a pasar por encima mía en nombre de un sino donde reina la nada. 

En nombre del progreso vinieron dos mundanos españoles a comer a la gran mesa, llamada Estado, y consigo traían los vicios y virtudes de tan altanero pueblo. El café estaba servido y daban pequeños sorbos a la taza mientras arreglaban el país:

- Por supuesto, el presidente es un embustero y nada más puede hacer ya por nosotros excepto presentar su dimisión. La educación, la sanidad, el trabajo... todo se va con él y esperemos vengan tiempos mejores.

El otro, mientras posaba su taza sobre el platillo, replicaba a su vez:

- Sin duda, nos ha dejado a todos en la miseria. A mí en concreto no me ha dado beca alguna y, en fin... ¡todo está hecho un caos!

- Sí, pero a mí me ha recortado el sueldo y encima tengo que trabajar más horas. ¡Eso es injusto!

- Eso, ¡injusto!

Tan concentrados estaban poniendo en orden el estado de cosas que, de repente, un estruendo que provenía del exterior los levantó de sus asientos hacia la cristalera: un nutrido grupo de personas marchaba a lo largo de la avenida portando pancartas y gritando consignas contra el gobierno. En cuanto pasó la comitiva, la cual había reaccionado de manera hostil contra dos sucursales bancarias y la sede del partido en el gobierno, sitas en la misma calle, la pareja se refugió de nuevo en el interior y reanudó la plática:

- Menudos energúmenos. Las cosas no se hacen así...

- ¡Panda de vagos! Que se vayan a molestar a otra parte...

Todo aquel que se haya visto envuelto o protagonizado una situación de semejantes características, creo esbozará una pequeña sonrisa de ingenuidad cuando caiga en la cuenta del "besuguismo" (de besugo) intrínseco a este tipo de dialéctica que no conduce a nada fructífero. Sólo al desánimo generalizado y a un amarillismo propio de prensa barata.

Es probable que, vista la contradicción del lenguaje verbal, podamos atribuir la misma a la inocente naturaleza humana, pero eso sería sucumbir al "buenismo" rousseauniano y omitir cualquier  intento de aproximación analítica. Para ello, debería empezar por dilucidar ciertos preconceptos (prejuicios) personales acerca de los objetos puestos sobre la mesa, esto es, los españoles y su concepto de felicidad. 

Creo que, debido a su situación geográfica a caballo entre la Europa continental y el norte de África, los españoles son producto de usos y costumbres de culturas muy diversas las cuales poco a poco fueron moldeando su ser profundo. Y no me cabe duda de que este ser estuvo determinado en gran parte por un arabismo andaluz proclive al espíritu fatalista. El resto es factual. Sólo hay que observar detenidamente los procesos históricos ocurridos en España posteriores al año 1789 para darse de narices contra el resultado: algaradas militares, no revoluciones civiles; antiguo régimen descafeinado, no su superación. La vida política de la España decimonónica se caracterizó por el enfrentamiento abierto (y por tanto, por la falta de consenso) entre dos facciones que restringían las discusiones públicas al ámbito privado y que, en cierto modo, pretendían conservar en sus manos ad aeternum. El Desastre de 1898 vino a confirmar el fatalismo proclamado por la Iglesia, el Ejército y los intelectuales para pasar a impregnar buena parte del devenir histórico del país en el transcurso de la primera mitad del siglo XX. Si bien la II República supuso un obstáculo para el progreso de tal fatalismo, pronto encontraría su manifestación más interesante a lo largo de la dictadura del general Franco y, sobre todo, en el surgimiento de una amorfa clase media a partir de la Transición democrática. Una clase media que se dice apolítica, como corolario de los tabús impuestos por la dictadura, pero despotrica de palabra contra la virtud y el ejercicio de las libertades públicas que cree en contra de su felicidad privada; una clase media fatalista que se queja de las medidas tomadas por sus gobiernos, pero rechaza la protesta social como forma de actuación política.

Como no me considero precisamente una persona de palabra fácil, recupero aquí la palabras de John Stuart Mill al respecto, reproducidas a su vez por Hannah Arendt, para concluir lo que he venido a decir hoy aquí:

(...) podemos considerar esta desaparición del "gusto por la libertad política" como la retirada del individuo a una "esfera íntima de la conciencia" donde encuentra la única "región apropiada para la libertad humana"; desde esta región, como desde una fortaleza derrumbada, el individuo, habiendo predominado sobre el ciudadano, se defenderá entonces contra una sociedad que, a su vez, "predomina sobre la individualidad" (...) (Hannah Arendt, Sobre la revolución).