(Reproduzco aquí el texto íntegro de la charla que pronuncié el 18/07/2014, en la sede del PsdeG-PSOE de Ourense, con motivo del 225º aniversario de la Revolución Francesa)
El hecho interpretado
Cabría
afirmar que la interpretación social de la Revolución Francesa empieza por el
propio MARX. Y aunque éste no le dedicara más que unos comentarios,
relacionados con la formación de clase como categoría social y las luchas
ligadas a la transición del feudalismo al capitalismo, efectivamente representa
el punto de partida de toda interpretación posterior. Tanto
en el Manifiesto Comunista como en La Ideología alemana y el volumen I de El Capital, MARX esboza una Revolución
Francesa cuyo significado estriba en la desaparición de los bienes raíces y las
prerrogativas ligadas a estos, en manos de un incipiente grupo de comerciantes,
industriales y funcionarios, y, al igual que Lenin
posteriormente, constata la ruptura que se produce entre proletariado y estado
burgués a raíz de la Comuna de París de 1871.
De
esta manera, la lectura de MARX, concretamente la de La ideología alemana y El Capital, que dan inicio a la
teleología materialista, es, en esencia, la base sobre la cual se ha
apoyado la Historia Social del siglo XX para dar su explicación sobre el proceso
revolucionario iniciado en 1789. Así lo podemos ver en la escuela marxista
británica reunida en torno a la revista Past
& Present, o en Francia, con JAURÈS y los historiadores MATHIEZ,
LEFEBVRE y SOBOUL a la cabeza. Para estos, el advenimiento de 1789 no es
sino el inicio de un movimiento cuya lógica es la de su propia superación en
forma de revolución socialista. Como hecho histórico en sí mismo, sus
examinadores no dejan de centrar el problema de la Revolución en las causas
económicas y sociales; precondición que les lleva a hacer una interpretación en
función de las vivencias revolucionarias de los siglos XIX y XX.
Veamos
pues la especificidad de dicha interpretación reparando sobre los que se
consideran tres puntos clave: el antagonismo de clase en la sociedad de la
Revolución Francesa; la importancia de ésta como hecho inspirador para el
comunismo decimonónico a través de la Conspiración de los Iguales y la
consecuencia lógica del proceso revolucionario iniciado en 1789 según la
historiografía social, esto es, la Revolución de Octubre de 1917.
El antagonismo de clase en la sociedad de la Revolución Francesa
Tal
y como planteaba hace un instante, la historia social de la Revolución Francesa
es reflejo de la concepción materialista de la Historia, esto es, la teoría de
que la realidad material determina la vida del ser humano. En
el caso que nos ocupa, resultaría interesante intentar esbozar aquí un
cuadro de la sociedad francesa de finales del siglo XVIII y ponerla bajo la
mirada de la historia social, que tanto ha contribuido a apreciar las
diferencias económicas entre grupos y, a partir de tal premisa, preparar el
terreno del convulso siglo XIX.
En
el Antiguo Régimen los grupos sociales estaban ordenados en tres estamentos o
estados, que no es sino la estructuración imaginaria tripartita
de la sociedad medieval: oradores, caballeros y trabajadores. La
nobleza francesa de entonces estaba integrada por un 2,5 por ciento de la
población total, de alrededor de 23 millones de habitantes; el clero regular y
secular, por su parte, abarcaba un 2 por ciento y, en última instancia, el 95
por ciento restante de la población se repartía entre la burguesía, el
artesanado y el campesinado, es decir, el Tercer Estado.
Así
pues, como observaría SIEYÈS, el Tercer Estado lo suponía “todo”; pero,
si miramos la historia social, éste no era un “todo” unido y monolítico
nutrido únicamente por la burguesía. GEORGE RUDÉ, por ejemplo, incluye
dentro del marco del Tercer Estado la denominación de Cuarto Estado para
designar precisamente a la población más humilde y ponerla sobre la palestra
histórica. SOBOUL,
en la misma línea, contribuye a la interpretación social de la Revolución
analizando el antagonismo de clase dentro del Tercer Estado, esto es, un juego de
contradicciones de índole política y económica entre jacobinos representantes
de la burguesía y sansculottes populares.
Se
diría, por otra parte, que la visión de la sociedad francesa por
parte de estos historiadores es bipartita. Nobles y plebeyos serían las
categorías sociales sustitutorias de los tres órdenes y, sin embargo, entendemos
que no cabe someter tal realidad a un análisis que deje escapar que burguesía y
nobleza se entremezclaban a través del matrimonio e incluso participaban a
partes iguales de la propiedad de la tierra, los derechos señoriales y las rentas
reales. Por
tanto, la división bipartita de la sociedad francesa que realiza la historia
social, y que parece dejar escapar la dinámica de sus relaciones, sirve la
causa de la teoría marxista de la lucha de clases, entre el viejo y el nuevo
orden primero, y nos introduce posteriormente en su inmediata antesala, es
decir, se analizan las contradicciones habidas
tomando como exponente referencial la insurrección hebertista de 1793 contra la Convención jacobina, en la que
ROBESPIERRE viene a desempeñar el papel de garante de la coalición entre
burguesía propietaria y pueblo, y proclama el nacimiento del capitalismo y
de la sociedad de clases a partir de la toma del poder político por la
burguesía.
Las
aportaciones de la historia social del siglo XX a la interpretación de la
Revolución Francesa como tránsito de un modelo de producción y de sociedad a
otro distinto están, en ese sentido, en cierta consonancia con la percepción de
los socialistas franceses del siglo XIX principalmente,
quienes, como SAINT-SIMON, FOURIER, PROUDHON o LOUIS BLANC, no cesan de hablar
de “clases propietarias”, “clases medias” y “clases trabajadoras” de acuerdo
con su concepción originaria en plena Revolución Francesa a través de BABEUF y
no de MARX, el cual extrae este concepto del acervo socialista francés y lo
utiliza de forma personal, situándolo en el centro neurálgico de su sistema de
pensamiento.
La Revolución Francesa como hecho inspirador del comunismo decimonónico: el
caso de la Conspiración de los Iguales
Dejando
aparte el análisis del antagonismo de clase en la sociedad de la Revolución, me
gustaría hacer hincapié ahora en las influencias de 1789 sobre el pensamiento
social posterior, en el que se empiezan a dilucidar, como ya anunciábamos, el
concepto de “clase”, además de los de “socialismo” y “comunismo”.
Si
bien estos dos últimos términos eran desconocidos en el siglo XVIII, los dos cristalizaron
en el XIX, respectivamente, a partir de los programas de los Philosophes preocupados por el bienestar
y la felicidad generales (SAINT-SIMON, FOURIER, CABET) y del
concepto de communauté, entendido
como la comunidad o unidad colectiva que se hace con los medios de producción,
dirige la vida económica y distribuye los productos entre sus miembros.
Tendríamos
que empezar diciendo, no obstante, que el pensamiento social anterior a la
Revolución, denominado utópico, es en gran medida abstracto y especulativo. Las
bases de sus argumentos no arrancan de un examen de los mecanismos y
desarrollos económicos de su tiempo, sino de un concepto de orden natural e
ideal (ROUSSEAU). Ni siquiera los mismos philosophes creen que sus ideales sean alcanzables, de manera que
se constata un divorcio entre ideas y proposiciones prácticas que hace aparecer
inofensivo al pensamiento social dieciochesco, que tiene al derecho de
propiedad por una convención social, inviolable no obstante, y utiliza las
ideas de una sociedad igualitaria y colectivista como simple recurso argumental.
Todo
cambia con el estallido de la Revolución; proceso que mina la abstracción
amable de las ideas sociales anteriores y sirve en bandeja la posibilidad de
materializar su programa, que incluye, además de la igualdad
jurídica, también la económica, a pesar de que las constituciones francesas de
1791 y 1793 consagran el derecho natural a la propiedad. La consecuencia
lógica del giro del pensamiento social la encontramos en la figura de François-Noël
BABEUF, revolucionario partidario de una sociedad colectivista en la que la
distribución equitativa de la tierra y la abolición del dinero sean sus
distintivos principales. Habiendo sido encarcelado en 1795 a consecuencia de
la reacción de Termidor, BABEUF comienza a fraguar la conocida como
Conspiración de los Iguales junto a Filippo BUONARROTI y otros seguidores con
el objetivo de poner en práctica gran parte de las medidas políticas y
económicas que encontramos en Le Décret
économique, escrito probablemente por el revolucionario italiano.
El
programa babeuvista viene a ser, en mi opinión, la radicalización del proyecto
político y económico de la Convención jacobina. BABEUF
y sus seguidores quieren una democracia directa, en vez de una representativa,
para dar cabida a la participación de todos los ciudadanos en la cosa pública;
quieren que los grupos profesionales pasen a ser la unidad básica de producción
y quieren además que la educación sea el fundamento de la fraternidad entre
ciudadanos, pasando por encima de la institución familiar privada. No obstante,
el sistema político-social que plantean conseguir mediante la acción violenta,
que no deja de ser un principio determinante en el pensamiento social y socialista
de la edad contemporánea, sigue adherido al pensamiento utópico y es, en
resumen, impracticable, a tenor de la realidad del momento. La
Conspiración es descubierta y BABEUF y parte de sus cómplices son ejecutados,
pero el ideal de Revolución por la Igualdad no muere con sus protagonistas
originales. De hecho, a través del testimonio del propio BUONARROTI en su
trabajo Conspiration pour l’Egalité (1828-1831),
el ideario babeuvista arraigará con fuerza en la tradición revolucionaria
posterior a NAPOLEÓN, influyendo decisivamente sobre BLANQUI y MARX en lo
referido a la teoría de la revolución y la dictadura del proletariado. LENIN
configura, a su vez, a través de la interpretación social, el último eslabón de
esta cadena que, por otra parte, no debería ser
contemplada como un sistema genealógico en el que las ideas son corolarios
sucesivos, pues de ningún modo podemos evitar ignorar la posibilidad de que el
germen de una misma idea bien pueda surgir de dos pensadores diferentes
separados en el tiempo.
1917 o la Revolución acabada
Decimos, no obstante, que LENIN y sus bolcheviques
son, bajo la mirada de la interpretación social, los revolucionarios que vienen
a terminar el trabajo empezado por los jacobinos y los sansculottes en 1792. Los mismos protagonistas de
la Revolución de octubre se sienten herederos directos del hecho histórico en
sí mismo, por lo que se está tendiendo un puente con la finalidad de unir la
orilla revolucionaria de 1789 con la de 1917. Bien
se podría constatar el intento de construcción de este puente, aunque con
matices, en la reflexión de Albert SOBOUL. Según el autor, existen dos líneas
básicas de evolución de la teoría y la práctica revolucionarias enfrentadas en
el siglo XIX y XX: una popular o libertaria, relativa a la dictadura de las
masas, y otra restringida o centralista, referida a la organización de un
partido revolucionario que concentre el poder en manos de un grupo de líderes. La
dicotomía entre ambas concepciones sansculottista y jacobina, respectivamente, sobre
la revolución, sobrevive sin embargo, pasada la experiencia de la Comuna de
1871, hasta confluir en la victoria de la segunda, con LENIN como principal
formulador.
Por
ello,
el hecho de que, por una parte, los revolucionarios rusos, supuestos
depositarios de la tradición revolucionaria francesa, vean en Octubre de 1917
la culminación de todo el proceso, y por otra, los historiadores sociales del
siglo XX coincidan con aquéllos en su visión, no convierte a los primeros en
“malos historiadores” por ignorar la multilinealidad de la Historia y pasar por
alto algunas de las experiencias del siglo XIX, ya que nunca fue aquélla su
pretensión. Simplemente se les atribuye la licencia de utilizar la Historia
como fundamento de sus acciones, como mito creador del futuro.
En
ese sentido, los revolucionarios rusos del siglo XIX como RALLI, OGAREV o
NECHAEV hacen propio el léxico revolucionario francés, inspirados por el
trabajo de BUONARROTI, y legan a la generación posterior una malinterpretación
del jacobinismo francés, al que tienen como una táctica revolucionaria asociada
a la conspiración, muy lejos de la realidad histórica. El
único marxista ruso que parece desmarcarse de la utilización del mito de la
Revolución Francesa es León TROTSKI, quien subraya la singularidad del
desarrollo histórico de Rusia y lo contrapone al francés. Sin embargo, el
revolucionario ucranio no dejará de recurrir al tema en el ejercicio de la
retórica, por ejemplo, llegando a ver en LENIN al ROBESPIERRE que
transforma el Consejo del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en un Comité
de Salud Pública, en clara referencia a la concentración de poderes de este
órgano en la etapa de la Convención jacobina, o incluso tachando la Nueva
Política Económica del líder bolchevique de reacción termidoriana y el régimen
de STALIN de bonapartista, cayendo de esta manera
en lo que pretendía evitar en un primer momento, es decir, la utilización de la
analogía histórica entre Revolución Francesa y Revolución Rusa como vehículo de
comprensión de la realidad del momento.
Conclusiones
Hasta
aquí hemos reparado sobre tres cuestiones de considerable importancia en la
interpretación social de la Revolución Francesa.
La primera se refería al antagonismo de clase
en la sociedad francesa, de la cual extraemos la conclusión de que la
historiografía marxista ha contribuido en gran medida a crear la imagen de una
sociedad francesa bipartita, enfrentada en clave clasista, y en transición desde
el feudalismo hacia un nuevo sistema de producción abanderado de la burguesía,
esto es, el capitalismo de las contradicciones que Marx pondría de relieve.
Respecto a la segunda cuestión, decíamos que la
mitología creada alrededor de la Revolución Francesa, debido en parte a la
Conspiración de los Iguales y a la lectura de BUONARROTI, sirvió de acicate para
que parte de los pensadores y revolucionarios socialistas europeos del siglo
XIX se sintieran continuadores de un proceso que, como veíamos en la última de
las cuestiones, tendría su culmen en Lenin y la Revolución de Octubre de 1917.
Tan sólo queda, por mi parte, cerrar esta charla que, de manera breve y sintética, ha intentado, en la medida de lo posible, mantener un hilo argumental coherente con la información de la que disponía. Y si mi objetivo ha sido reflexionar sobre la interpretación social de la Revolución Francesa y sus influencias, no me gustaría dejar escapar la ocasión para rubricar aquí una aportación final que intentase dibujar la importancia del hecho mismo de la Revolución Francesa en la vida política contemporánea.
Creo no exagerar cuando insisto sobre la influencia determinante de la Revolución Francesa en el léxico político que aún hoy empleamos. Palabras y expresiones como “ciudadano”, “razón”, “interés común” y “virtud”; nociones políticas que nos hacen distinguir entre “izquierda”, “centro” y “derecha”, todas ellas son fruto de este hecho histórico que, bien generándolas o bien revalorizándolas, nos ha confiado a través de los años.
Cierto es que realidades jurídicas tales como la división de poderes o los derechos humanos no tendrían sentido si nos fumáramos la clase de Historia sobre Revolución Francesa. La construcción del estado francés a partir de la Revolución, así como antes la del estadounidense y el resto de estados liberales surgidos en el siglo XIX, es equivalente a leer entre líneas a Montesquieu. Cuando decimos que la soberanía es del pueblo y que por ella se da a sí mismo una constitución, evocamos indirectamente a Rousseau, al cual, junto a Voltaire, debe mucho el pensamiento social postrevolucionario.
¿Y qué hay también de esos hitos reflejados sobre el papel como la igualdad jurídica, la libertad de conciencia, la laicidad del Estado o el derecho de rebelión? Ninguno de ellos debe pasar por alto la trascendencia universal de 1789. Pero alerta. Que se considere este proceso el desencadenante de la época contemporánea y el portador de valores cuasi eternos no debe empujarnos a caer en una consideración romántica de los mismos, pues la capacidad crítica a la hora de enfrentar el pasado no debe ejercerse a costa de muchos prejuicios; y digo “muchos” porque es inevitable no tener ninguno a la hora de escribir Historia. Menos aun cuando se trata de hablar de la Revolución por antonomasia; lo que para un ciudadano francés actual supone enjuiciar moral y políticamente aquel proceso; un problema de identidad, podríamos decir.
Por otra parte, el grado de relevancia que los distintos países han otorgado a la Revolución hasta hoy depende en gran medida de su propio contexto histórico y sus relaciones con Francia en aquellos años. Sin duda, el caso español llama la atención por albergar la contradicción de haberse hecho liberal por la fuerza de las armas napoleónicas más que por la voluntad política de sus notables. La reacción del siglo XIX representada por el clero, los militares y los tradicionalistas, fue la principal encargada de negarle al siglo XX español los valores de la Revolución Francesa y, por ende, de intentar inocular al engranaje del estado y la sociedad en su conjunto el virus de la anti-ilustración, la antidemocracia, el olvido y la ignorancia.
Por mi parte, no podría ver mejor ejemplo de universalidad ilustrativa que en una noticia que encontré en la página de sucesos y que contaba cómo un hombre, al ser confundido con un ladrón por la multitud en una favela de Brasil y pretender lincharlo, evitó la paliza dando una lección magistral sobre la Revolución Francesa.
Por tanto, mi deseo como socialista, que creo es común a todos nosotros, es reivindicar aquí y ahora los valores universales de la Revolución Francesa y de las demás revoluciones de los siglos XIX y XX que, bien armadas o consensuadas pacíficamente, trataron de hacer algo más libre al hombre y, si cabe, más feliz, a través de la transformación de la sociedad, haciéndola más justa e igualitaria. Una labor ésta por la que la lucha del socialismo por los derechos de los trabajadores, de las mujeres, por la educación, por la sanidad, será recordada como la más realista de todos los tiempos.
Todos nos debemos a un pasado con el cual creamos una conciencia histórica. El 14 de julio de 1789 ya no pertenece únicamente a los franceses sino a todos aquellos que nos consideramos hijos de la libertad.
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